LECCIONES DE LA PANDEMIA
Escribe Albert Camus al final de su novela La peste, que conviene que estemos vigilantes porque la bacteria permanece agazapada en las entrañas de las ratas, dispuesta a hacer acto de presencia en cualquier momento e iniciar de nuevo la trágica espiral, esa misma que, pese a todo, seguimos viviendo, y de la que parece que por fin vamos a salir, sin prisa pero sin pausa, merced al esfuerzo de la Ciencia.
¿Extraeremos alguna lección de este duro trance? Me encantaría decir que sí rotundamente. Pero, ¿cómo no sacar aquí a colación el viejo refrán de que el hombre es el único ser de la creación que tropieza dos veces en la misma piedra? Y si fueran únicamente dos… Estamos tan anclados; vivimos tan aferrados a nuestro modelo de existencia, que no resulta extremadamente difícil cambiar de hábitos.
Hay, por lo demás, indicios bastante negativos sobre lo que nos espera. Y no me refiero únicamente a los buitres que aprovechan las aguas revueltas para sacar provecho y enriquecerse aún más. O a las empresas, empezando por la gran banca, que, sin un mínimo de piedad y de solidaridad, preparan la jubilación forzosa de parte de sus empleados, que se han dejado allí lo mejor de sus vidas, en tanto que sus directivos se ponen sueldos estratosféricos.
No. Hay más detalles; muchos más; tantos que aterran. Y posiblemente el peor de todos sea el lamentable estado de postración en que se encuentra nuestra juventud, tildada de egoísta durante la pandemia por su modo de vivir ajena al drama que se desarrollaba a su alrededor. ¿Y qué se podía esperar de este estrato social desencantado y olvidado por los gobiernos de turno? Decía Ionesco que “cuanto más lúcido, más desesperado”. Y qué razón llevaba.
Antaño, la gente estudiaba una carrera no sólo con el fin de obtener un puesto de trabajo, sino también para lograr una formación integral, e incluso una educación completa. Hoy se busca una solución urgente a la vida; de ahí que lo segundo y lo tercero queden relegados. Nada extraño el afán festivo, con todo lo que ello conlleva, con tal de enajenarse del entorno. ¿Qué podía importarles el contagio o contagiar a los miembros de sus familias si renunciar a ello era abdicar de un modo de vivir propio?
Las terroríficas imágenes que estos día nos llegan de la India, con gentes de toda edad y condición muriendo asfixiados por el coronavirus en las calles o en sus coches, sin que nadie les pueda echar una mano, son para estremecerse. Dicen que los últimos coletazos de las pandemias son los peores. Nosotros también vivimos una situación parecida hace un año. Por fortuna, y gracias a los que se han sacrificado, vamos saliendo, pero nos consta que lo que vamos a ver cuando pase este horrible nublado, es algo parecido a lo que dejan las langostas a su paso: pobreza, desesperanza, índices de desempleo brutal, agonía en suma. El paisaje después de la batalla.
Nuestra esperanza, como la de la banca hace años, es Europa y su plan de estabilización; un dinero que no se nos dará de balde. El maná es cosa del pasado. Habrá que innovar, habrá que presentar proyectos creíbles, habrá que cambiar, y, sobre todo – y ahí es donde te queremos ver Pedro Sánchez–, habrá que hilar fino y actuar con solidaridad y mano de hierro para evitar que el dinero se lo apropien lo de siempre, los que se lo apropiaron en la desamortización de Mendizabal y siempre que ha habido algo que repartir. La lección, la máxima lección que esperamos de esta maldita pandemia, es la de la solidaridad y la justicia. Basta, pues, de manipulaciones y de mentiras. Y hagamos un país en el que quepamos todos sin excepción, y en el que las desigualdades vayan, por fin a menos. Ya basta de ese demencial laissez faire, laissez passer, que la derecha da en denominar “libertad”: la de crímenes que se cometen en su nombre.
JUAN BRAVO CASTILLO. Domingo, 2 de mayo de 2021
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