DESIGUALDADES Y POBREZA


            Los últimos informes sobre los niveles de desigualdad y pobreza en el mundo hace tiempo que dejaron de ser preocupantes para pasar a aterradores. Decir que 26 multimillonarios del planeta poseen más dinero que los 3.800 millones de seres más pobres es un dato que ni siquiera pudieron imaginar Rousseau –autor como saben de El contrato social–, ni aún menos Carlos Marx. Decir que Jeff  Bezos, dueño de Amazon, posee una fortuna de 112.000 millones de dólares, demuestra las barbaridades a que conduce el “liberalismo”, tan exaltado por las mentes calenturientas de aquellos que quisieran ver borrado del diccionario el término “socialismo” como factor regulador del abismo entre ricos y pobres.
            Cuando uno evoca, en efecto, el rictus de satisfacción que los términos “liberalismo” y “liberal” ponen en los rostros de personas como Trump o, más cercanos a nosotros, como José María Aznar o Esperanza Aguirre, no puede uno menos que tocar madera. La de atrocidades que se están generando en tu nombre, querido “liberalismo”, desde el momento en que el socialismo tuvo que plegar velas y pactar con los grandes banqueros y empresarios, los grandes detentadores del dinero, esos que, so pretexto de crear puestos de trabajo y bienestar, generan esclavitud y pobreza.
            Este mismo discurso liberal que hace de países como Estados Unidos un modelo gigantesco de desigualdades con ciudades como Nueva York, donde, junto a cien mil multimillonarios encontramos a más de un millón de famélicos, es el que se viene aplicando en los últimos años en España desde la irrupción de la crisis de 2008 (considerada cada vez más como una vil maniobra urdida por los poderosos de turno para, en vista de que no se podía devaluar la moneda, devaluar los salarios). Repetir como se ha repetido hasta la saciedad que Zapatero hundió el Estado de bienestar y la economía en España provocando más de tres millones de parados, y que tuvo que venir la derecha de Rajoy para remediar el entuerto, es un discurso falaz que a base de repetirlo muchos terminan creyéndoselo a pies juntillas. 
            La realidad, sin embargo, está ahí, tozuda: España, según dicen, ha salido de la crisis, y sus índices de crecimiento son, de momento, optimistas, pero lo que vemos no es sólo preocupante, sino hartamente sombrío. Las desigualdades sociales que, mal que bien y pese a la actitud timorata y a menudo trapacera del socialismo de Felipe González y de Zapatero, se fueron reduciendo desde la Transición, con una clase media cada vez más potente que actuaba como colchón entre los de arriba y los de abajo, hoy se han disparado, volviendo a los años setenta. 
            Hoy, por ejemplo, sabemos, y no se nos cae la cara de vergüenza, que nuestro país es el cuarto más desigual de la Unión Europea, y que, además, y por si faltaba algo, es el segundo, después de Bulgaria, en el que la distancia entre ricos y pobres ha aumentado más: o sea, que los ricos se han hecho más ricos y los pobres más pobres, llegándose al punto que son muchos los que  pese a tener un puesto de trabajo y pese a la subida del salario mínimo, no logran llegar a final de mes.  
            Algo ha hecho “crack” en España, donde, como ustedes saben, había uno de los más admirados sistemas de salud pública, para que, en una ciudad como Barcelona, la diferencia de esperanza de vida entre ricos y pobres sea de hasta 11 años, y de casi 7 en Madrid. Urge, y de qué modo, hacer un detenido examen del porqué de esta brutal desestabilización de nuestro sistema, porque sólo averiguando su origen y causas, podrá ponérsele remedio antes de que también Bulgaria nos eche la pata. Así, pues, menos Europa y más política social, antes de que por aquí empiecen también las desafecciones.

            Domingo, 27 de enero de 2019.  Juan Bravo Castillo
              

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