UN VERANO PARA OLVIDAR

                               


            Y aún no ha terminado, y aún podría depararnos alguna que otra sorpresa desagradable, porque, como hemos tenido ocasión de ver, y de sufrir, ha venido sembrado. Empezaron las temperaturas tórridas en junio y, con muy breves intervalos, siguieron en julio y no digamos en agosto. De seguir así las cosas y de no haber una lucha decidida contra el cambio climático, que ya es un hecho incontrovertible, grandes zonas costeras quedarán cubiertas por los mares y océanos, desaparecerán miles de islas, sobre todo en el Pacífico, y extensas regiones, como la del sureste de España, en la que se incluye Albacete, quedarán convertidas en desiertos.
            Y es que, hace años, alcanzar los 42º centígrados en julio o agosto era un fenómeno excepcional, en tanto que ahora, como vemos, tiende a convertirse en algo corriente en Andalucía, Extremadura y Castilla. Como es natural, este subidón tenía que venir acompañado por los tan temidos incendios: todo el veranos, la Península Ibérica –incluida, como es natural, Portugal– ha sido una pura hoguera, superándose, ampliamente, las cien mil hectáreas quemadas. Y todo ello ante la impotencia de los gobiernos autonómicos, que siguen ignorando que la lucha contra los incendios hay que practicarla en invierno, limpiando los bosques, distribuyéndolos en grandes parcelas con amplios cortafuegos, repoblando las zonas quemadas con especies distintas del pino, vigilando a los especuladores de la madera, cambiando el Código Penal para castigar a los pirómanos, que son, por instinto o por salario al servicio del canalla de turno, más de los que parecen. Volar sobre España en el mes de junio era volar sobre un polvorín, y el polvorín fue estallando aquí y allá, poniendo en peligro vidas y poblaciones. ¡Qué pena de España, y que contentos tienen que estar los que, por despecho, por rencor, por frustración, la odian!
            Un verano, insisto, para olvidar, y más aún cuando vimos los terribles atentados yihadistas de la Rambla de Barcelona y de Ripoll, que no fueron nada para lo que podían haber sido, y que aún así hicieron estragos, poniendo nuestro país, por segunda vez, en la lista del horror, y acallando ipso facto a los fanáticos de la CUP, empeñados días atrás en una lucha contra el turismo. Atentados que, por lo demás, y como nos vamos enterando, ya no digo que se hubieran podido evitar, pero sí al menos combatir. Pero, desde que este país llamado España es, como antaño, reino de Taifas, nadie ni nada están seguros. La culminación del atentado la puso, como recordarán, los fanáticos independentistas catalanes poniendo en jaque al rey Felipe, que estaba donde tenía que estar el día de la manifestación, pero no los que arteramente le hicieron la encerrona: desde ese momento, un servidor dejó de interesarse por lo sucedido en Barcelona.
            Y si aún tuvimos que aguantar las amenazas de Manolo el de Córdoba, yihadista paleto, añorando Al Andalus, qué decir de la actitud canallesca de ese personaje ubuesco llamado Kim Jong-un, riéndose a panza batiente con sus generales, mientras el último misil cruzaba la japonesa isla de Okinawa, poniendo seriamente en peligro la paz mundial, o lo que esto sea. El esperpento no puede ir más lejos cuando vemos en manos de quién está el mundo: el arsenal nuclear, que hasta ahora había evitado entrar en una nueva y definitiva conflagración mundial, con la llegada de Trump al poder –que por si no creía en aquello del Cambio Climático, ahí tiene la catástrofe de Houston, arrasada por el tifón Harvey, para ver de qué va esto–, la amenaza está servida. Motivos de inquietud, como ven, no faltan. Posiblemente lo mejor sería ponerse la venda en los ojos y esperar acontecimientos, incluido el final del maldito procés catalán.
                   Juan Bravo Castillo. Lunes, 4 de septiembre de 2017      




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