ODIO AFRICANO
Lo
que estamos viviendo estos días es un lamentable remedo de lo acaecido en
España en los años treinta, en los que el odio entre españoles alcanzó tales
cotas de virulencia que no pudo por menos de asombrar al mundo entero. Odio
entre castas, entre vecinos, entre hermanos y parientes, simplemente por no
pensar del mismo modo. Un odio que se retroalimenta y que hace imposible toda
posibilidad de convivencia y concordia.
Decía
en 1936 Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República española, que el
problema de España no era estructural, ni social, era histórico, como un volcán
que se había ido cargando desde tiempos inmemoriales, y que necesariamente
tenía que estallar al menor pretexto. Las dos Españas, enfrentadas desde siglos
atrás, tenían que verse definitivamente las caras, como esos dos personajes
esperpénticos de Goya que un día se dan cita en la playa, cada uno con un
bastón, y, enterrados hasta la rodilla, se enfrentan a muerte posiblemente por
un quítame allá esas pajas.
Y, como es
natural, lo que quedó mal cerrado, necesariamente –como ocurrió al final de la
Primera Guerra Mundial con el Tratado de Versalles– tenía que desembocar en
nuevas erupciones, primero con los vascos –cerrada provisionalmente con la
derrota de Ibarretxe– y ahora, con los catalanes, cuya virulencia muy pocos
podían prever, y que estos días estamos viviendo en medio de un desbordamiento
de odio y rencor que no augura, desde luego, nada bueno. El propio Caro Baroja
constataba, ya en 1970: después de que los franquistas hubieran “convertido el patriotismo en
monopolio”, hacían ahora lo propio nacionalistas vascos o catalanes; a corto
plazo, es algo que reporta grandes ventajas políticas; pero “produce a la larga
grandes catástrofes”.
Viendo los
rostros de esas masas fanatizadas que han tomado las calles de las ciudades y
pueblos de Cataluña, uno no puede por menos de preguntarse a qué viene ese odio
por lo español, qué les ha podido hacer España, cómo es posible que ese nuevo nacionalismo
perfectamente inoculado a las nuevas generaciones desde que, en los años
ochenta del pasado siglo, consiguieron hacer su propia escuela, su propia
universidad, haya llegado a estos extremos en los que la convivencia se torna
cada vez más difícil, ya no sólo entre españoles y catalanes, sino también
entre catalanes, fracturados entre esas masas fanatizadas y ciegas, y aquellos
otros que por sentirse a la vez catalanes y españoles, se ven acosados,
denostados y atemorizados, como los judíos en la Alemania nazi. Y son esos
mismos que hablan de civismo, de tolerancia, los que se les hincha la boca
hablando de democracia, los que escupen odio a la guardia civil, y tildan de
fascistas a cuantos no piensan como ellos.
No sé, en
verdad, si el amor mueve montañas, pero de lo que sí estoy seguro es que el
odio, perfectamente atizado por una minoría de fanáticos, el odio africano es
capaz de gestar a la hidra de las siete cabezas. En el momento en que escribo
esta reflexión, las masas fanatizadas llevan dos días frente al Tribunal
Superior de Justicia de Barcelona acuciando a los jueces para que entreguen a
los altos cargos detenidos por organizar el dichoso referéndum. Y uno se
pregunta, ¿es que éstos no trabajan? No, simplemente actúan, están al servicio
de la Generalitat, de la misma forma que la Generalitat está al servicio
exclusivo de los partidarios de la secesión, los demás no cuentan, son sólo
“españoles” y a ésos hay que pasarlos por la piedra. En la República Catalana
con la que ellos sueñan, no hay lugar para los que no piensan como ellos.
Juan Bravo
Castillo. Lunes, 25 de septiembre de 2017
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