EL MAPA DEL DOLOR




            Bélgica estaba impoluta. Bélgica, a diferencia de los países de su entorno, y en especial Francia, Reino Unido y España, no sabía prácticamente lo que es ser víctima del dolor y el miedo de uno de esos ataques terroristas de vastos alcances destinados a producir indiscriminadamente el horror con mayúsculas al que alude Conrad en El corazón de las tinieblas. Bélgica, acostumbrado a sufrir durísimamente durante la Primera Guerra Mundial y durante la invasión nazi en la Segunda, pensaba vivir en su propio paraíso democrático tras años y años de acogida de trabajadores magrebíes, muchos de ellos perfectamente asimilados. Pero se olvidó de que erigirse en capital europea conlleva un altísimo riesgo en una época en que el fanatismo islámico ha hecho de Occidente la piedra de toque de su insania.
            Se intuía, por no decir que se sabía, que se estaba preparando algo gordo; había indicios más que suficientes de que era sí, en especial desde que se tuvo constancia de que parte de los fanáticos que ocasionaron la tragedia de París tenían en Bruselas su nido y buena parte de su infraestructura. Hubo días de pánico en noviembre del pasado año cuando la policía, advertida de que Salah Abdeslam, el prófugo de los atentados de París y considerado el hombre más buscado de Europa, permanecía entre ellos, acosado, pero dispuesto a todo. Bruselas y parte de Bélgica se paralizó en un gesto que no pudo menos de parecernos excesivo. Y, como es natural, no pasó nada. Pero el nido de víboras estaba allí, en una de esas barriadas como Molenbeek, donde los musulmanes campan a sus anchas.
            Francia, para entonces, había declarado la guerra al Estado Islámico. Bélgica lo confió todo a su buena estrella y se olvidó de premisas fundamentales. Así, en vez de reconocer humildemente su falta de recursos, y la división de sus fuerzas de seguridad; en vez de hacer caso de las advertencias del presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker y del primer ministro francés, Manuel Valls, que apostaron días antes en Bruselas por una alianza sólida entre los estados miembro en materia de seguridad, dejaron pasar los días. Hasta que, al final, la detención el pasado día 18 del prófugo Abdeslam, en Molenbeek, aceleró y de qué modo el curso de los acontecimientos.
            No digo taxativamente que la tragedia del aeropuerto de Zaventem y de la estación de metro de Maalbeeck de Martes Santo se hubiera podido evitar; pero otra cosa muy distinta habría sido si la policía belga hubiera sido más diligente vigilando estrechamente a los causantes de sendas tragedias, que, como después supimos, estaban fichados por la Interpol e incluso en el caso de Ibrahim El Bakraoui, inmolado en el aeropuerto, había sido deportado el pasado junio desde Turquía tras ser detenido cerca de la frontera con Siria, de donde seguro que no venía de hacer turismo.
            Lo que ha ocurrido en Bélgica demuestra que la lucha contra estos kamikazes no puede dejarse en manos de gentes sin preparación, máxime cuando nos enteramos que el verdadero propósito de la banda era atacar nada menos que una central nuclear, y que lo que hizo fue simplemente al sentirse seriamente amenazada si hablaba Abdeslam. Por fortuna surgió un taxista, el encargado de llevarlos al aeropuerto, que los reconoció a posteriori y, gracias a él, se pudo descubrir la guarida del lobo. Pero la tragedia estaba consumada, una más, ¿hasta cuándo? Ellos saben de su poder, cuentan con el miedo de una sociedad indefensa. Pero torres más altas han caído. Los españoles lo sabemos bien

                           Juan Bravo Castillo. Lunes, 28 de marzo de 2016

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