EL DETERIORO DE LA IMAGEN DE ESPAÑA
Hace unas cuantas semanas, en clase
de literatura comparada, pregunté a una alumna rusa cuál era la imagen que en
su país se tiene de España. La joven no lo dudó un momento. Su respuesta fue
clara y contundente: los rusos ven España como un país permisivo, festivo, un
país de juerga y alcohol, un país de vida fácil.
Desde luego que no nos pilló de
sorpresa porque no hacía más que corroborar algo que está en el ambiente. Las
catedrales, los museos, los hermosos monumentos, los bellos paisajes sólo los
busca una minoría. La gran mayoría de los visitantes que cruzan nuestras
fronteras, en especial los jóvenes, vienen en busca de sol, playas, juerga
continua, alcohol barato y sexo, mucho sexo.
Existe la creencia, cada vez más
extendida, de que aquí todo se permite; de tal modo que gestos y conductas que
en sus respectivos países jamás se atreverían a poner en práctica, en cuanto
llegan a España no dudan en entregarse a ellos de hoz y coz, ante la mirada
impasible, a menudo, de una policía que únicamente se muestra contundente con
los españolitos de a pie.
Es en este contexto donde hay que
situar los vergonzosos sucesos acaecidos la semana pasada en Barcelona, y,
sobre todo, en la plaza Mayor de Madrid, donde 250 vándalos holandeses ahítos
de cerveza, en una imagen que, como todo lo nefasto para nosotros, ha dado de
inmediato la vuelta al mundo, humillaban a una decena de gitanas rumanas
lanzándoles monedas y demás lindezas como si hubieran estado en un zoológico.
Una conducta más propia de auténticos nazis que de jóvenes demócratas de un
país con historia, altamente denotativa de la pérdida de valores que cada vez
se hace más perceptible en la Europa de los mercaderes en que vivimos.
Queda ya muy lejos de nosotros
aquella España dieciochesca que los viajeros ilustrados recorrían de norte a
sur, en lo que denominaban el “gran tour”, en busca de los vestigios de su
antigua grandeza; como lejos queda la vieja imagen de los viajeros románticos
que venían a saborear las esencias de lo que Stendhal denominaba “el último
gran pueblo de Europa con sello propio”, en un recorrido que iba de las
Vascongadas a Granada, Córdoba y Sevilla, pasando por Toledo y Aranjuez; como
lejos queda el recuerdo de aquellos cincuenta mil brigadistas internacionales
que, en 1936, vinieron de todo el mundo a defender la libertad.
Lo que vemos hoy es bien distinto.
La España democrática de la que tan orgullosos nos sentimos, se ha convertido
para ellos en el país de la vida fácil, de la holganza, de la desinhibición,
del alcohol a todo pasto. De ahí esas escenas bochornosas de los estudiantes
ingleses que acuden a Sitjes a ponerse literalmente ciegos, al borde del ataque
epiléptico, lanzándose desde los balcones de los hoteles a las piscinas y
llevándose por delante lo que les viene en gana, ante la impasibilidad de las
fuerzas del orden y la desesperación de los ciudadanos de a pie. Todo sea
porque el número de turistas no decaiga,
aunque para ello quede nuestra dignidad pisoteada.
Cuidar la imagen de nuestro país es
algo fundamental y si ello conlleva poner
a buen recaudo a quienes se olvidan del civismo al cruzar nuestras
fronteras, pues habrá que hacerlo, antes de asistir a determinadas imágenes
nauseabundas como las que vimos el pasado martes con esos salvajes hinchas del
Eindhoven campando por sus anchas en Madrid, o los del Ársenal en el metro de
Barcelona.
Juan Bravo
Castillo. Lunes 21 de marzo de 2016.
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