ANEMIA CULTURAL
La muerte de la duquesa de Alba
coincidió hace unos días con el más que anunciado ingreso de Isabel Pantoja en
la cárcel. Dos noticiones. Pasto a manos llenas para esos medios de
comunicación que se nutren casi exclusivamente de la morralla callejera, que
son casi todos. Resultó, en verdad, patético ver las televisiones rendidas,
incluso en sus telediarios, al culto de una delincuente que entraba en prisión
tras múltiples súplicas de perdón, y de una anciana aristócrata de la que,
dicen, se atrevió a “ponerse el mundo por montera” –con los millones, claro, de
las subvenciones europeas –, mientras una muchedumbre servil lloraba en pos de
su ataúd como sólo en la España profunda se sabe hacer. Léase, si no, “Los
Santos Inocentes” del añorado Delibes. O véase, si no, las emisiones
folklóricas de Canal Sur.
El dinero y el glamour todo lo degluten. Recordé, claro está, aquella medalla de
Andalucía con la que Chaves, en un gesto de pura decadencia del socialismo
español, condecoró, años ha, a la duquesa Cayetana, simplemente por “ser vos
quien sois”, en vez de elegir, como se hacía en tiempos de la Edad de Oro, a
trabajadores ejemplares y modélicos, a filántropos y a individuos que dejan
huella. Una vez más sentí el vacío y la vergüenza de ser español de holganza,
tierra de toreros, tonadilleras, pícaros e hidalgos, señoritos andaluces,
rentistas y vividores que se aburren si no tienen a su alcance a algún pobre
Quijote de quien burlarse.
Una vez más me acordé del “Me duele
España” de los grandes de la Generación del 98, de lo baldío de sus esfuerzos,
de lo mal que se han hecho las cosas desde que lo mejor de España murió
asesinada –ya se sabe que en las guerras mueren los mejores– o en el exilio.
Pasamos tanta hambre en la posguerra que hasta cierto punto es normal que
volviéramos a rendir culto al “Becerro de oro” en cuanto Eisenhower nos dio la
venia en 1959 para amasar fortunas. Lo demás, apenas importaba. Con dinero se
conquista todo, se compra todo, honores, fama y lo que haga falta.
Francamente anduve unos días
hundido. Una vez más se hacía patente algo tan evidente como es el hecho de que
nuestro país se empobrece cultural y moralmente día a día, excepción hecha de
esa minoría a la que aludía Cadalso: “En España, unos cuantos tiran y todos los
demás van a remolque”. Pensé que yo también podría haberme jubilado como muchos
de mis amigos y dedicarme a vegetar, que bien merecido me lo tengo.
Y así andaba cuando, hace unos días,
una mañana se presentó en mi despacho de la Facultad un joven de unos veintidós
años, rubio, serio, animoso. Le pregunté qué deseaba. “Me han dicho –susurró–
que usted me puede dirigir una tesis sobre Marcel Proust”. Me quedé mirándolo
de hito en hito. “¿Sobre Marcel Proust?”. “En efecto –me respondió con voz más
firme– lo estoy leyendo y me está dejando fascinado”. ¿Y tienes idea de dónde
te metes?”, insistí. Pero lo tenía muy claro. El joven era licenciado en filosofía;
podía haber elegido un tema sencillo, sin complicaciones; pero no, estaba
decidido a dedicar años de investigación a uno de esos autores de culto, como
Joyce, Faulkner, Galdós, Stendhal, Flaubert o Sterne, que imprimen carácter. No
cabe duda, el joven es de los que aspiraban a tirar del carro. Lo admití e
iniciamos una relación proustiana que confío en que llegue a buen puerto. La
cultura, una vez más, nos salvaba.
Juan Bravo
Castillo. Domingo, 7 de diciembre de 2014
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