LA MUERTE DE UN AMIGO
Pedro Merín García-Ochoa murió el pasado día 16 tras un año aferrándose heroicamente a la vida, sufriendo y alternando momentos de esperanza con otros de abatimiento y renuncia, hasta entregarse a la vieja de la guadaña que a todos nos espera al final de nuestro camino. Una lucha despiadada y ejemplar en la que en todo momento lo acompañó su familia y ese urólogo excepcional que es el doctor Julio Virseda.
Con su muerte se pone un momentáneo punto y aparte a esa antiquísima relojería y joyería “El Cronómetro”, ubicada durante años justo enfrente del Teatro Circo, en un cubículo decimonónico, con un sabor galdosiano como pocas veces se vio en nuestra ciudad. Allí reinaba, como un viejo marinero, enmarañado entre las múltiples nostalgias de su pasado, el bueno de don Felipe García-Ochoa, un madrileño castizo anclado por razones del destino en nuestro Albacete de la primera posguerra, relojero de tronío, experto en relojes de pared e inventor impenitente. Allí le enseñó el oficio a su nieto Pedro Merín, con quien cada sábado, concluida la tarea, luego de echar el cierre y ya camino de casa, hacía un alto en El Avión o en Los Corales, y allí, en íntima camaradería, se tomaba con él un carabinero con una caña de cerveza, como premio a la labor bien hecha, al trabajo concienzudo de la semana.
Aquel reducto de las Mil y una noches fue presa de la piqueta devoradora que asoló gran parte de aquel viejo Albacete, y, tras una breve estadía en un local provisional, El Cronómetro pasó a instalarse en el local que actualmente ocupa en la misma calle Isaac Peral, donde Pedro, todavía un tipo joven y atildado, tomó las riendas del negocio con su abuelo Felipe, ya jubilado, como compañero de pilotaje, perennemente ocupado en sus invenciones –como aquel reloj que durante años giró sus aspas, más que agujas, en el escaparate, accionado por la luz solar– hasta su fallecimiento en 1983 a los 83 años.
Allí, convertido en el relojero del tiempo, calculando el tiempo de los demás, inventariando el tiempo de los demás, reparando el tiempo de los demás, lo visitábamos sus amigos y echábamos la parrafada de rigor con él, y él nos lo agradecía, y allí, día tras día, lo encontrábamos, trabajando incansable tras su pequeño mostrador, siempre atento al trabajo bien hecho –era de ver el amor con que reparaba y restauraba, dándoles nueva vida, a los relojes de pulsera o a los más complicados de pared centenarios, anclados en el tiempo–. Ahí era único. Ver accionar sus manos sobre las diminutas ruedas y engranajes, ensimismado con su lente cónica adherida al ojo derecho, uno no podía menos de admirarse.
Cuando dé las horas el reloj de la plaza de toros, los que fuimos tus amigos, Enrique Cantos, Antonio Cebrián, Ramón Bello, Justo Reino, Santos y Celio Martínez, Rafael Sánchez Fajardo, Deogracias y Carlos Carrión, Julián Romero, Pedro Sainz y Victoriano Navarro, nos acordaremos de ti, y más aún si tenemos la suerte de ver torear a tu hijo Pedro Jesús Merín, decidido a trocar los relojes por la muleta y el traje de luces.
Sin Pedro Merín, la calle Isaac Peral estará ya para siempre más solitaria, más triste, más dejada de la mano de Dios. Me dijeron que ya cuando estaba a punto de cerrársele la última ventana de la esperanza, llamó a un familiar, pidió recado de escribir y fue donando órgano tras órgano para acabar solicitando la incineración y ordenando que pusieran sus cenizas junto a las del abuelo Felipe, que, como él, pasó como pasa la onda mansa, por más que nos pareciera inmortal, ciclópeo, con su benevolencia y su eterna sonrisa contagiante que tanto vamos a añorar. Descansa en paz, buen amigo.
Juan Bravo Castillo, 24 de noviembre de 2013
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