LOS CAMINOS DEL TIEMPO DE RAMÓN BELLO BAÑÓN
A menudo me permití instar a Ramón Bello sobre la necesidad imperiosa de escribir su historia, la de su generación y la de su tiempo. Un tiempo único, una generación excepcional, y una historia irrepetible. Por experiencia, vivencia, por ser testigo privilegiado en la encrucijada entre tres generaciones, correspondía por derecho a Ramón Bello ejecutar esta obra para dar testimonio y ejemplo a cuantos andamos por la vida un tanto desorientados, sin raíces, por aquello de que nunca fuimos tan rápido a ninguna parte, frase que podría servir de lema a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que, como los jóvenes románticos de principios del siglo XIX, piensan que lo han vivido todo sin haber vivido prácticamente nada, presa de un spleen del siglo XXI, aún más dañino que los anteriores.
Creo sinceramente que Albacete necesitaba esta obra magna, por donde desfila la mayor parte de seres y acontecimientos de nuestra posguerra vistos por el agudísimo y magnánimo prisma de Ramón. Todo un friso variopinto de personalidades que engrandecieron y dieron lustre a nuestra ciudad en todos los ámbitos, como en una “Comedia humana” de ese Balzac que es referencia obligada para nuestro autor. Leyendo el libro pausadamente, como hay que leerlo, uno se imagina aquel Albacete entrañable, recoleto, tranquilo, de los años 60, con sus inquietudes intelectuales, sus tertulias, como la de la cafetería Milán, sus ansias de progreso; un Albacete en que, a diferencia del actual, había tiempo para el trato apacible, para la conversación pausada, para la lectura de aquellos autores innovadores que acababan de revolucionar la literatura –Proust, Joyce, Kafka, Kaulkner, Sartre, Camus, etc.– y que poco a poco iban salvando la barrera de la censura, lo que producía un deleite suplementario en el lector.
Un Albacete que aquí aparece como cubierto por una suave patina, por un delgado barniz, al que quien más quien menos contribuía a engrandecer desde sus respectivos enclaves. No había entonces universidad, pero había bastantes más ansias de saber, de comunicarse, de aprender, que en la actualidad, y no es una simple percepción mía, sino también la de muchos colegas universitarios. Los caminos del tiempo también se abrieron paso en aquella ciudad que trataba de restañar las heridas de la cruenta Guerra Civil y el prolongado silencio consiguiente, del que a diario daban testimonio, desde los micrófonos de Radio Albacete, el propio Ramón Bello y José Sánchez de la Rosa, con sus inolvidables Crónicas inesperadas y El molino de papel, auténticos monumentos del periodismo vivo, que, junto a los artículos de don José S. Serna, don Francisco del Campo Aguilar o del inolvidable Antonio Andujar, constituyen la radiografía más pura del Albacete de aquellos años.
Esto y muchísimas más cosas son Los caminos del tiempo. Un libro como extraído con fórceps, mosaico de un mundo en parte desvanecido y que a menudo nos recuerda la experiencia de Proust en su Busca del tiempo perdido, del que tan devoto es Ramón, por más que el tono, por lo general, sea el de un autor neutro, que sólo en determinados momentos, como cuando habla de sus seres queridos perdidos, se deja arrastrar por un deje de lirismo y nostalgia, para recuperar inmediatamente el tono y el brío de la narración. Porque, lo esencial, para mí al menos, de este inmenso retablo que es el universo de Ramón, es la voz del narrador, el eco constante del memorialista, que constantemente nos habla; una voz henchida de cultura, de sensibilidad, de humanidad, que es la del ser que ha vivido en plenitud. Una voz apasionante, personalísima, que nos conduce por el laberinto de su propio vivir como llevándonos de la mano, enseñándonos, extrayendo lecciones de la vida como auténtico humanista que es.
Ramón Bello, como el Teseo de André Gide, tiene sobrados motivos para decir aquello de: “He hecho mi obra. He cumplido con mi deber de hombre. He construido mi ciudad. Gracias a ello, los que vengan después de mí podrán ser un poco más felices, más dichosos, más sabios”. Enhorabuena, pues, y gracias por ofrecernos un espejo tan nítido en el que mirarnos.
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