EL VENENO Y LA DISCORDIA: LA DERIVA CATALANISTA



  
            Se veía venir, pero reconozcamos que resultó patético ver al octogenario Jordi Pujol, encabezando, junto a su radicalizado hijo Oriol, la manifestación independentista de la Diada, el 11 de septiembre en Barcelona.
            ¿Qué pasa?, ¿qué ha pasado para que Cataluña y España, y sin duda lo que inexorablemente ocurrirá dentro de unos meses en Euskadi, hayan llegado a este punto de disensión, de tan difícil retorno?
            Fruto amargo de una cadena de errores y malentendidos en que han imperado la arrogancia centralista y el eterno complejo de los catalanes, eternas víctimas: el resultado, dos nacionalismos excluyentes enfrentados casi a muerte.
            Lamentable que se pueda cometer tal cúmulo de equivocaciones desde la llegada a la Moncloa de Aznar. Recordemos que, durante los mandatos de Felipe González, con Pujol y Maragall, el equilibrio se mantuvo, llevando al independentismo de Ezquerra Republicana al borde de la desaparición, con una representación residual. Fue la etapa memorable en que toda España contribuyó a que se le concediera a Barcelona los Juegos Olímpicos de 1992. ¡Quién lo dijera!
            Fue la intransigencia de Aznar, que decía hablar catalán en la intimidad, durante su segundo mandato, la que empezó a exacerbar los ánimos, hasta el punto de que, en muy escaso margen de tiempo, la Ezquerra de José Luis Carod Rovira se erigía, con un espectacular aumento de apoyos, en llave del Gobierno catalán presidido por Montilla en aquel nefasto tripartito que esquilmaría a Cataluña y que, de rebote, traería de nuevo al poder al CIU de Artur Mas, otro especialista en tirar la piedra y esconder la mano.
            Para entonces, el monumental error de Zapatero engañando a Pasqual Magarall había completado, y de qué modo, la labor de Aznar. El astuto Zapatero, ávido de poder, y con tal de ganarle la Secretaría del PSOE a Bono, prometiendo lo imposible, fue el meteorito que, con el nuevo Estatut, envenenó las ya deterioradas relaciones entre dos pueblos cuya esencia estriba a su unión establecida en el reinado de los Reyes Católicos.
            De aquellos polvos vienen estos lodos que avanzan ya inexorables como una marea negra. Siempre mantuve que el verdadero problema de la tan temida disgregación de España venía, no de Euskadi, sino de Cataluña, en especial desde el momento en que el castellano, allí, empezó a ser estigmatizado. Ahora el abismo se hace cada vez más insoslayable. Madrid y el nacionalismo español, intolerante, prepotente, unas veces, consentidor y acomodaticio en exceso, otras, frente a Cataluña, y las mentiras que hábilmente han sembrado sus dirigentes políticos, han generado en un tercio largo de la población catalana un estado de odio y aversión por lo español, que no puede menos de producir tristeza en el alma de las gentes de bien.
            La política, la mala política, unida a las complacencias de los padres de la Constitución española para con los nacionalismos otorgándoles unos privilegios electorales abusivos, nos ha llevado a esta situación explosiva, agudizada con los problemas de la crisis –pensemos que, tradicionalmente, los agravios catalanes eran cuestión de “pasta” y “pelas”–. 
            Esto, y Rajoy debería de saberlo, más que una patata caliente, es ya una bomba con la mecha encendida. Tanta insensatez ha llevado a España al borde del precipicio, justo en el momento en que la clase política española da, como nunca, señales de ineptitud y de falta de altura de miras como nunca había ocurrido desde julio de 1936. El hecho de que Rajoy dé la callada por respuesta, en vez de coger el toro por los cuernos, nos hace pensar, y ojalá nos equivoquemos, que nos esperan muy amargos días.

                               Juan Bravo Castillo. Domingo, 16 de septiembre de 2012

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