EL FINAL DE OTRA FERIA





            Lo malo de la feria de Albacete, y de todas, es el día siguiente: las toneladas de desechos y de basuras, la explanada atestada de botellas vacías y vasos de plástico, como un campo de batalla, donde tuvo lugar el “botellón”. Es como si por allí se hubieran enseñoreado  las hordas de Gengis-Khan. 
            Pasadas las 24 horas del día 17, todo es soledad y devastación. Es lo que queda de la fiesta atronadora, de los días de jolgorio, de las jornadas de frenesí. Siempre me ha fascinado el hondo silencio que sucede a la feria, las sombras de los que, como miembros de la Cruz Roja en el frente, van de un sitio para otro recogiendo los restos del naufragio de lo que dejó la noche, o sea, excrescencias. 
            Hay, por lo demás, ferias que poco importa que acaben, porque siempre hay algo a lo que aferrarse, el mes de mayo en la feria de Sevilla, el verano en los Sanfermines. La nuestra, por el contrario, tiene un final desolador con la irrupción del otoño, la llegada de las lluvias, el comienzo del curso escolar, la escuela, ¡ay!, con su reguero de connotaciones. Es como empezar una nueva época. Adentrarse en un desierto. La disciplina. El reencuentro con los compañeros, El fin de los días de estío.
            Sí, para nuestra generación, los finales de la feria eran como, para el marino, embarcarse rumbo a un nuevo destino, a un país ignoto, tras una larga travesía. Uno hacía propósitos de enmienda sentado en los bancos de los Jardinillos, cuando aquella floresta conservaba su halo romántico decadente. Éramos una generación de supervivientes, hastiada del franquismo, que tenía que escapar lo antes posible a la asfixia cotidiana. Nos aferrábamos a los libros como el náufrago a la tabla de salvación; los libros eran nuestra peculiar tabla de salvación. Estaba, eso sí, el hermoso paréntesis, con el veranillo de San Miguel, hasta el Pilar, fecha marcada con sangre, el comienzo de las clases, no como ahora en que impera la prisa por empezar. Del Pilar a los Santos era como sumergirse en un mundo añejo de conocimientos nuevos, haciendo frente al cúmulo de nuevos libros de texto, sucesivos mojones de una sabiduría que, ingenuamente, suponíamos fácil de alcanzar.
            La pauta de nuestra existencia la marcaba entonces, no los años, como ahora, sino los trimestres, las lecciones. Teníamos verdadera ansias de salir de aquel laberinto de letras y papel y adentrarnos en la vida, hasta que llegaba un día en que comprendías que, como decía Proust, los verdaderos paraísos son aquellos que hemos perdido. Es algo que a diario he intentado explicar a mis estudiantes, pero está claro que cada cual tiene que vivir sus propias experiencias, cometer sus propios errores, forjar sus cuatro verdades.
            Se ha iniciado, en efecto, un nuevo curso escolar, plagado esta vez de dificultades: encarecimiento de las matrículas, de los libros, del material escolar, de los alimentos, del transporte. De la noche a la mañana, y como por ensalmo, la educación se ha convertido en un lujo del que, paulatinamente, van a quedar excluidos los de siempre, los menesterosos, los pobres, que cada vez son más. Y eso sí que ha de preocupar a quienes tenemos sentido de la responsabilidad y de la historia. Retroceder en algo tan decisivo como es la educación, tema sagrado donde los haya, no puede por menos de encender todas las alarmas. Recortar de forma tan brutal en educación, mientras los epulones taimados se van de rositas y siguen viviendo como si la tremenda convulsión que vivimos no fuera con ellos, es algo sin precedentes en la España actual y, desde luego, algo que repugna a la razón del hombre honesto.

                             Juan Bravo Castillo. Domingo, 23 de septiembre de 2012

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