RESPONSABILIDAD




            A la vista de lo extremadamente delicado de nuestra situación económica, los hay que han optado por pasar olímpicamente –nunca mejor dicho– de cualquier tipo de información, huyendo como de la peste de los telediarios y refugiándose en los programas deportivos y los seriales de la tele. Pero también los hay que, pese a todo, prosiguen la tortura cotidiana que conlleva estar informado puntualmente del descalabro al que nos someten a diario los especuladores del mundo entero ante la mirada ingrávida de los países nórdicos, empezando por Alemania, como si la cosa no fuera con ellos.
            A uno, bien es cierto, y máxime a estas alturas del estío, le gustaría situarse en el primer grupo por mero instinto de supervivencia; pero algo me dice que esto cada vez se parece más al viejo dicho de Bertold Brecht aludiendo a la persecución judía. Vinieron a por un compatriota, pero como eso no iba conmigo, no hice nada; después vinieron a por un vecino, pero como apenas lo conocía, no moví un dedo; luego vinieron a por un pariente, pero por pereza o por miedo, no hice nada; al final vinieron a por mí, pero ya era demasiado tarde.
            Dicho que algo me dice que también habrían de aplicárselo los grandes y pequeños defraudadores, esos mismos que, como ratas de cloaca, se mueven y manejan los hilos de la economía sumergida y el dinero negro en sumas tales que, de salir a la luz, se podría paliar gran parte de los problemas que nos acucian.
            Algo me dice asimismo que podría aplicársele a los detentores de las grandes fortunas, los ricos ricos, que llevan cuatro años callados cobardemente sin que ni siquiera uno de ellos se atreva a dar un paso adelante denunciando valientemente – como ocurre en otros países– el trato de favor de que son objeto mientras las clases medias se tambalean y la miseria crece por doquier. Parece inaudito que el egoísmo y la avaricia alcancen tales límites, pero, que yo sepa, ninguno ha salido a solidarizarse con los cientos de miles de ancianos obligados a pagarse parte de sus medicinas o con esos cerca de tres millones de seres que viven ya de la caridad.
            Sí, es posible que lo mejor fuera apartar la mirada de tanto infortunio como el que se abate sobre nosotros, alegando que poco se puede hacer frente a este alud que ni siquiera el Estado puede detener. Pero algo me dice que la precariedad en medio de la cual vivimos y el miedo generalizado que se adueña día a día de la población han de ser combatidos desde su base.
            De este drama en que un grupo de ineptos políticos y aún más ineptos banqueros nos han sumido, necesariamente ha de salir una sociedad regenerada, ilusionante, en la que imperarán la justicia, la razón y la equidad. A menudo me pregunto cómo pudimos llegar a semejante desvarío megalómano de esos presidentes regionales de infausta memoria, y a ese grado de avaricia por parte de los dirigentes de la banca, y, lo que es más, cómo es posible que fallaran tan estrepitosamente los reguladores y responsables encargados de impedir tales desvaríos. Llegará un día, probablemente, en que la Historia aluda a esta época como “aquel tiempo en que la locura se adueñó de la clase rectora en España, y, en vez de gobernar imponiendo la cordura entre los ciudadanos, se les llevó directamente al borde del precipicio, al tiempo que los responsables, bien pertrechados, hacían mutis por el foro”. Verlos todavía en la tele como si nada en el entierro del añorado Peces Barba, reconozcamos que nos producen náuseas y nos hace dudar, una vez más, de esta justicia española, tan inexorable con el pobre, y tan laxa y consentidora con el poderoso.
                      Juan Bravo Castillo. Domingo, 29 de julio de 2012   

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