LA ALEGRÍA DE VIVIR
Si algo nos ha enseñado la pandemia es el valor de la vida y la libertad. Cómo no acordarse de aquellos tres meses claustrofóbicos de 2020, encerrados a cal y canto en nuestros hogares, separados de nuestros parientes cercanos, asustados con las noticias lúgubres que puntualmente nos ofrecían los telediarios, echando tanto de menos el campo, la playa y la montaña, dejando pasar uno a uno los días, las semanas, los meses…
Fue todo tan inesperado, tan difícil de soportar, con aquellas mascarillas que hasta entonces sólo se las habíamos visto a los orientales. Con todo, nos considerábamos afortunados de disponer de una casa donde poderte mover a gusto. A diario, sin embargo, pensábamos en esas familias de cinco o seis miembros obligadas a vivir en sesenta, ochenta o noventa metros. Para ellos, esos meses debieron de quedar grabados a fuego en sus conciencias, viéndose constantemente como los personajes de A puerta cerrada de Jean-Paul Sartre, desprovisto de su intimidad, con el único consuelo del balcón, donde se podía respirar y ver aunque fuera un trocito de cielo de aquella primavera nefasta.
Aproveché, como tantos y tantos, para leer y releer libros que pudieran ayudarnos a analizar el comportamiento de los seres humanos ante parecidas desgracias, como El diario del año de la peste de Daniel Defoe, La peste de Albert Camus. Pero fueron sobre todo obras como Memorias del subsuelo de Dostoievski, Bartelby de Melville, o las novelas de Samuel Becket, las que más me ayudaron a entrar en el subconsciente del ser humano inmerso en una desdicha como la que nosotros estábamos inmersos.
Yo estaba recién jubilado, pero mis compañeros me referían puntualmente las duras experiencias que vivían tratando de entrar en contacto con sus alumnos para no perder curso. Pero para trágica, las experiencias vividas a diario en los hospitales y residencias de ancianos. Allí se vivía la durísima realidad de la pandemia en primera línea. Nosotros éramos los afortunados.
Se hablaba de las vacunas como si se hubiera tratado del Bálsamo de Fierabrás. Eran nuestra única esperanza en medio de aquel panorama desolador. Y así, sorteando aquellas memorables subidas y bajadas de las curvas de las estadística y las sucesivas olas, una vez más tomamos conciencia de la capacidad de nuestros científicos, que son los que otra vez nos han demostrado su enorme preparación. Son ellos y sólo ellos los que nos han devuelto al mundo de la luz, los que nos han permitido recobrar la alegría de vivir, de respirar, de entender los errores del sistema en que vivimos; un sistema cuanto menos inhumano en que millones de seres subsisten aglomerados, apiñados, haciendo trabajos deshumanizados, pasando horas y horas frente a la pantalla de un ordenador, y esperando el ansiado puente para salir echando leches, y recobrar, aunque sólo sea por unas horas, al hombre natural en los entornos naturales de este hermosísimo país llamado España, que muchos quisieran ver reducido a escombros.
Volver al terruño, aunque sólo sea para vez cómo crecen las hortalizas o como rompen en las rocas las olas del mar, o cómo discurren los ríos, o hasta dónde llega la nieve en la montaña. Algo es algo, porque quien más y quien menos empieza a temer que las grandes urbes y el sistema de vida que imponen acaben siendo la tumba del homo sapiens, ese mismo que creyó tocar el cielo.
La pandemia de la que a duras penas vamos saliendo es sin duda un serio aviso, un primer anuncio de que algo falla en nuestro sistema enfermo. Que el coronavirus surgiera en un laboratorio o de forma natural poco importa. La realidad es que en menos de doscientos años hemos hecho enfermar nuestro planeta y sería suicida no pararse a reflexionar sobre las causas de nuestros males y seguir viviendo en la ciudad alegre y confiada.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 20 de junio de 2021
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