CUESTIÓN DE CONFIANZA

                                    

 

            Dieciséis agotadores meses de pandemia nos han dejado exhaustos a quienes hemos mantenido rigurosamente las normas marcadas por el Gobierno. Por eso, hoy que empezamos a ver la luz más allá del túnel, hoy que entendemos que muy pronto tendremos que recobrar la tan añorada normalidad, necesitamos, como mínimo, una inyección de confianza, confianza en nosotros mismos, confianza en el género humano y, sobre todo, confianza en quienes nos dirigen.

            Dieciséis meses de muertes y vacunas, dieciséis meses de miedo, dan para mucho. Hemos tenido tiempo de reflexionar mucho, y las conclusiones que hemos sacado son muy poco halagüeñas. A la primera conclusión que hemos llegado es que un país necesita confianza en sí mismo y en sus dirigentes, de lo contrario acabaremos viendo abrirse un abismo bajo nuestros pies.

            Lo que hemos visto, sin embargo, es tan poco ejemplarizante, que a veces incluso hemos sentido una pizca de vergüenza: vergüenza de parte de una juventud lastrada e incapaz de sacrificarse, presa de un gregarismo exacerbado y peligroso; vergüenza de tanta indiferencia por parte de un sector de población bastante irresponsable e insolidario, y vergüenza de una clase política incapaz de unirse en un abrazo ante la adversidad y lanzarse todos a una contra el enemigo. 

            Por fortuna, el estamento sanitario, como tantas veces se ha reiterado, no sólo ha estado a la altura de las circunstancias, sino que incluso haciendo de tripas corazón ha frisado a menudo en lo heroico, recordándonos a menudo el viejo adagio “¡Qué buen vasallo si tuviera buen señor!”.

            Reconozcamos que ha sido (y que sigue siendo) agotador ver a la clase política enzarzada en lucha callejera por un “quítame allá esas pajas”, aprovechando incluso los muertos con el fin de sacar partido. Nunca como en estos meses el ciudadano serio había tenido ocasión de comprobar la enorme farsa de eso que llaman Estado de las Autonomías, y que está acabando a pasos acelerados con España, como los Reinos de Taifas acabaron con la España musulmana. El todo vale se ha impuesto; la desvergüenza se ha impuesto; el insulto ha proliferado; y el respeto hace años que huyó como avecilla medrosa. 

            Y pensar que hay países como Estados Unidos donde incluso en los tristes años de Trump, cuando entraba el presidente en alguna cámara todos sin excepción se levantaban al grito de “El Presidente”. Aquí lo que a diario vemos cada vez nos gusta menos. Cada vez que se pone un político en pie, con su papelito delante, sabemos lo que va a decir; por todas partes impera lo previsible; y no nos damos cuenta de que esta fractura antes o después la vamos a pagar. 

            Durante dieciséis meses sólo hemos visto a los mismos quejarse (con razón unos, por vicio otros), en tanto quedaban varados problemas terribles como el de una juventud castigada como pocas veces en la Historia, el de una Sanidad machacada con tanta privatización y tanto recorte, o el de unas residencias de la tercera edad con unas deficiencias horrorosas que durante meses hicieron estragos. 

            Ahora se nos dice que anualmente fallecen entre cincuenta y sesenta mil españoles por culpa del tabaquismo (más o menos lo del Covid). Ahora vemos que los problemas se acumulan, que tenemos una burocracia penosa que ni siquiera es capaz de hacer efectivas las miles de sanciones. Un país de opereta, donde todos prometen y nadie cumple, donde bienes básicos como la energía eléctrica se tornan prohibitivos. Un país desmotivado donde cada vez más imperan el sálvese quien pueda y la desesperanza. ¿Para cuándo, señores dirigentes, la lucha por recobrar los valores perdidos, la fe y, en especial, la confianza en nosotros mismos y en nuestro hermoso país, zarandeado a diario por quienes lo detestan y se jactan de ello?

 

Juan Bravo Castillo      Domingo, 6 de junio de 2021

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