LA HIDRA DE ALSASUA
En
la madrugada del 15 de octubre de 2016, cuando parecía dormida, de repente
salió de su letargo la hidra de Alsasua, arremetiendo con toda la saña de mundo
contra dos guardias civiles que, acompañados por sus respectivas novias,
tomaban apaciblemente unas copas en el bar Koxka de esa población navarra.
Ya
entonces me vino a las mientes de inmediato la terrible película de Fritz Lang
“Furia”, en la que un honrado ciudadano que va a reunirse con su novia se ve
mezclado en un turbio asunto, sin comerlo ni beberlo, que acaba en un
linchamiento del que milagrosamente sale vivo. Aquellos rostros crueles de los
asaltantes a la cárcel, perfectamente tomados por la cámara de un periodista y
que se erigirán en prueba esencial de unos acusados que, en el juicio, niegan,
niegan y niegan, como todos los ciudadanos que se empecinan en mirar para otro
lado, son parte de una historia que se repite. Esa vesania inscrita en sus
caras, ese rictus perverso del que destila odio a raudales, es el mismo que sin
duda pudo verse en las de Jokin Unamuno (si don Miguel levantara la cabeza…),
Adur Ramírez y Ohian Arnanz, la cabeza de aquella hidra que se ensañó con
aquellas cuatro personas simplemente por ser dos de ellos guardias civiles. Y,
como en “Furia”, lo peor no fueron los fanáticos (algunos de los cuales, se
pusieron la capucha del cobarde, propinaron su coz y salieron haciendo leches),
sino los que, por miedo, por cobardía, por convicción, o por lo que sea, ampararon
tan salvajes conductas, poniéndose de perfil.
También
para entonces me vino al pensamiento la novela “Patria” de Fernando Aramburu,
aparecida pocos meses antes, y en la que el autor trazaba un perfecto retrato
de la brutalidad de ETA en un pueblo cercano a San Sebastián, donde el comando
liderado por el hijo de una familia del lugar, Joxe Mari, asesina al Txato,
íntimo amigo de su padre, produciéndose de ese modo una brutal ruptura entre dos
familias amigas de toda la vida. El estigma que ETA vierte sobre la familia del
asesinado, obligada a dejar el pueblo, sigue vivo en Euskadi, por más que
Aramburu trate de suavizarlo.
Hay
muchas formas de asesinar. La extrema izquierda abertzale ya no mata con
pistola, pero escupe veneno al que no es como ella. Dicen que se van a disolver
formalmente el 5 de mayo, pero todos sabemos que el nacionalismo de Sabino
Arana (quien, por cierto, renegó de parte de sus tesis antiespañolas al final
de sus días) sigue vivo y dispuesto a lograr los réditos que, en sus
calenturientas mentes, piensa que ganaron a golpe de pistola y amonal.
Lo
que se plantea en el juicio que se está celebrando estos días en la Audiencia
Nacional es si lo que perpetraron estos canallas hace dos años es un acto de
terrorismo o no, ya que de considerarse tal, las penas se quintuplicarían.
Terrorista es el que siembra el terror, y a fe que estos individuos lo han
sembrado, así de simple. El problema es que los desalmados que vemos sentados
en el banquillo no son sino un vil producto de una lamentable política
barriobajera, de un odio y una vesania sembradas en las ikastolas durante
decenios. Todo eso, unido a la incultura, a la falta de educación, al culto de
la personalidad de delincuentes y asesinos en los pueblos del País Vasco, han
dado como resultado a esta gentuza que no son sino carne de presidio, a no ser
que acaben como concejales en un ayuntamiento de la zona, destilando odio hasta
la muerte.
Tristes
jornadas nos esperan a los españoles con esta jauría nacionalista vasca y
catalana, pero aún peor lo están pasando aquellos que por sentirse vascos y
españoles, o catalanes y españoles, se ven marginados y laminados en sus
lógicas pretensiones como ciudadanos. Extirpar ese veneno no está ni a la
altura de un Gandi.
Juan Bravo
Castillo. Domingo, 22 de abril de 2018
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