ARDE MADRID
Hace
ya mucho tiempo que la ejemplaridad se divorció de la política, y que
Maquiavelo campa por sus respetos en la cosa pública, incluidos los partidos
políticos y casi casi en la vida misma. El mundo que hemos legado a nuestros
hijos es el de todo vale, incluida la mentira más procaz; a mayor grado de
mentira, a mayor capacidad para mentir sin que se te note, más posibilidades de
subir en la escala social, que, a fin de cuentas, es lo que parece que importa.
Esto,
que es una verdad flagrante, en Madrid ha adquirido tal volumen, que no hay
palabras para describirlo. Lo de Cristina Cifuentes nos ha hecho olvidar, por
un momento a Bárcenas, a Granados, a Ignacio González e incluso al esperpéntico
“Bigotes”. Sabíamos de su capacidad teatral, con esa perenne sonrisa, un tanto
simpática, un tanto burlona, que tanto recordaba la de los augures romanos,
esos mismos que no podían cruzarse en una calle sin sonreír, porque ambos
sabían que mentían. Sabíamos de su cinismo sin parangón, cualidad excelsa a la
hora de hacer carrera política. Pero lo que en treinta y tantos días de
soberana actuación ha demostrado, sobrepasa lo imaginable.
A
diferencia del rey Juan Carlos, que pillado en flagrante falta cinegética,
pidió humildemente perdón a su salida del hospital, con su célebre: “Lo siento.
No lo haré más”; esta dama, que con sus artes, no sé si buenas o malas, alcanzó
la presidencia de la Comunidad de Madrid, después de ostentar otros cargos, e
incluso se postuló como posible sucesora de Rajoy, pillada en dos auténticas
travesuras dignas de una pícara Justina, en vez de imitar a su rey y señor, no
ha hecho más que empecinarse en decir no, no y no, sacando pecho hasta que la
montaña se le ha venido encima. Y así, cuando un catedrático golfo de la
Universidad Rey Juan Carlos (curiosamente) se compinchó con ella para regalarle
un máster, ella, al ser sorprendida, con tal de salvar el tipo, no dudó en
arremeter contra la propia institución, echando basura a diestro y siniestro:
los malos, claro, eran ellos; ella la buena, la pobre víctima, y como tal,
aguantaría carros y carretas con el apoyo de su amiga Cospedal (los amigos del
alma). “No me voy, me quedo…”, advirtió, todo melosa, en un vídeo, cuando ya
estaba de camino otro vídeo, mucho más duro, que iba a ser su tumba. Otro
cualquiera habría desaparecido, habría pedido a la tierra que se la tragara, se
habría pegado un tiro, pero esta señora, reconozcámoslo, es como esos alumnos
hechos para mentir. Y así, ya liquidada después de que Cospedal se presentara
en su despacho como los antiguos motoristas de Franco, inasequible al
desaliento, salió a presentar su dimisión, y en vez de pedir perdón, una vez
más presentó disculpas de mal pagador: “Me los llevé (los tarritos de crema
antiedad) por error, de manera involuntaria (claro está), sin ser consciente de
ello (no podía ser de otro modo)”. Y tras esa absurda excusa, una vez más
arremetió contra el mundo: “Campaña de linchamiento por tierra, mar y aire”,
para rematar sacando el poco pecho que aún le quedaba: “Es el precio que he
tenido que pagar por tener tolerancia cero con la corrupción”. ¿Qué te parece?,
que decía Humphrey Bogart.
Lo
que decíamos, una malcriada. Con ella cae hasta el suelo el listón de la
presidencia madrileña demostrando que, después de Leguina, vino la mayor ola de
corrupción que ha pasado por la política española (pensemos que también
Gallardón acaba de ser imputado). ¿Qué tendrá Madrid que a todos corrompe? El
ladrillete, amigo mío, el ladrillete. Pero no se preocupen, señores del PP, que
todavía hay un 20 % de la sociedad española que seguirá votándoles y que está
dispuesta mantenerlos a toda costa, a no ser que este muchacho catalán, sí,
ése, Albert Rivera, les quite la tostada.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 29 de abril de 2018
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