PEQUEÑA REFLEXIÓN NAVIDEÑA
Un año más hemos vivido la
Nochebuena y la Navidad a nuestro aire, como hemos podido o como nos han
dejado, intentando hallar esa paz tan difícil de alcanzar en este mundo
convulso que nos ha tocado vivir y en el que la crueldad viene alcanzado cotas
inimaginables. Y es que no es nada fácil compaginar el nacimiento del niño Dios
con la muerte y el sufrimiento de miles de niños que, ahora en Alepo, y antes
en toda Siria, tratan de ponerse a salvo en una guerra fratricida brutal.
Hace falta, en efecto, mucho cuajo a
un ser instalado en la molicie, como es nuestro caso, para olvidar, justo el
día en que celebramos la venida al mundo del Mesías, esos rostros aterrorizados
que a diario nos sirven las televisiones a la hora de la comida o de la cena,
por no hablar de aquellos otros pequeñuelos arrojados a las playas como
muñequitos yertos y que de tal modo nos hicieron estremecer.
Los límites alcanzados por la
crueldad desde la contienda española, y convertida en rutina en la Segunda
Guerra Mundial, sólo tienen parangón con la impotencia de los hombres y mujeres
de buena voluntad dotados de conciencia.
Antaño la sonrisa de un niño movía montañas.
Véase, si no, en la obra Los justos de
Albert Camus, cómo la presencia de dos niños paraliza la mano del anarquista
Kaliayev, dispuesto a lanzar una bomba contra el carruaje del gran duque.
“Niños, niños sobre todo. ¿Has mirado a los niños? Esa mirada grave que tienen
a veces… Nunca he podido sostener esa mirada”, dice a su jefe Stepan, tratando
de dar una justificación a su impotencia. “Aquellas dos caritas serias y en mi
mano ese peso terrible. Había que arrojarlo sobre ellos. ¡Oh, no! No pude. Nada
en el mundo, salvo atropellar a un niño. Me imaginaba el choque, la cabeza
frágil golpeando el camino, al vuelo…”. Pero, frente a la conciencia de
Kaliayev, por desgracia se alza el fanatismo de Stepan, para quien la
revolución es lo esencial, por no decir lo único: “El día en que nos decidamos
a olvidar a los niños, seremos los amos del mundo y la revolución triunfará”,
sentencia anunciando futuras catástrofes, esas mismas que vivimos hoy día. “Ese
día –replica Dora– la humanidad entera odiará la revolución”. Pocos autores
como Albert Camus fueron capaces de mantener abierto este eterno debate entre
la conciencia y la razón pragmática llevada al terrorismo sin límites como el
que vivimos con ETA o el que, de una manera aún más atroz, vivimos hoy con el fanatismo
yijadista.
Idéntico
patetismo en Macbeth de Shakespeare,
cuando Ross anuncia al noble Mácduff que el desnaturalizado Mácbeth ha arrasado
su castillo, asesinando bárbaramente a su esposa y a sus hijos. Horrorizados
todos los presentes, anuncian una gran venganza como remedio a tan mortal
dolor. Pero Mácduff, destrozado, se limita a decir: “¡Él no tiene niños…!”
Lanzando así un anatema aún más desgarrador contra los que han perdido todo
vestigio de humanidad matando a una criatura.
Los ejemplos, aunque no tan
contundentes, se podrían multiplicar a lo largo de las épocas. Lo que demuestra
hasta qué punto el mundo camina hacia la deshumanización, ya sea por acción o
por omisión; ya sea por la barbarie que, un poco por todas partes, campa por
sus respetos, ya sea por la costumbre, cada vez más extendida, de mirar hacia
otra parte, como hicieron los alemanes con los campos de concentración nazis.
Hay preocupaciones mas apremiantes, al parecer, estos días, el precio del
besugo, el del marisco o el de la gasolina; el vaya yo caliente y ríase la
gente; en una palabra, la tierna indiferencia del mundo, que también decía
Camus.
Juan Bravo Castillo. Lunes, 26 de diciembre
de 2016
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