CARTA DESDE MI CELDA



            No le cuento el motivo por el que llevo en prisión dos años porque le entraría la risa. No soy Granados, ni soy de la Gurtel, soy simplemente uno de esos presos anónimos a los que usted aludía en su artículo “Absuelta por amor”. Llevaba usted mucha razón: Aquí alguien ha hecho encaje de bolillos y le ha salido muy bien. Claro que, a mi juicio, ese alguien ha jugado con ventaja.
            Quiero empezar diciéndole que, a diferencia de esa caterva de resentidos ociosos que acostumbra insulta en la puerta de los juzgados, no soy de los que se alegran viendo entrar a la gente en prisión. Al contrario, soy de los que suprimirían estos centros penitenciarios que, pese a sus “comodidades”, no hacen más que degradar al preso sin redimirlo. Eso de la redención no pasa de ser un camelo.
            Pero hay algo que se llama agravio comparativo, y sepa que yo y muchos de nosotros nos sentimos agraviados a diario viendo el desmadre de la Justicia y el diferente trato recibido según tengas o no padrinos que velen por ti, de tal modo que, como usted sabe, los hay que llevan años colándose por los intersticios de la ley y pasando de Escila a Caribdis hasta que los procesos se pudren y todo queda en nada.
            De eso tiene clara percepción la gente; pero a ellos no les afecta, por mucho que se indignen. A los que sí nos afecta, y de qué modo, es a los presos destripaterrones, a los presos del montón que vivimos hacinados en las cárceles de toda España, aguardando con auténtica desesperación el día en que se te permita reunirte con los tuyos, pisar la calle y respirar el aroma de la libertad.
            Pero aquí estamos sin gozar de trato de favor alguno, escandalizados a menudo de asistir a los privilegios de unos cuantos, como la Pantoja, o, por qué no, a los indultos de políticos o amiguetes, otorgados bajo cuerda por el Gobierno, sin tan siquiera contar con los jueces. Una auténtica vergüenza.
            Por eso pienso que el trato recibido por Iñaki Urdangarín –que ya ha recobrado su sonrisa y su altivez– y su socio Diego Torres, excede con mucho el grado de indignación de un pobre preso. Sabíamos que se estaba preparando la tostada, pese a los rumores de que se andaba adecuando un módulo especial para él en exclusiva en no sé qué prisión. Pero algo nos decía que eso de dejar que la cosa se enfriase tantos meses era de mal augurio.
            Por fin, se hizo pública la sentencia –había que hacerlo–, pasando de diecinueve años a seis, ahí es nada, y provocando las iras del juez Horrach que culminaba así su histriónica actuación. Y esa misma noche de otro aciago 23-F, Urdangarín volvía, satisfecho, con su mochila, a Ginebra –viaje de ida y vuelta–, condenado, de momento, al duro suplicio de personarse una vez al mes en comisaría, en espera de que el Supremo culmine la jugada rebajando acaso un par de años más la pena y dejando la cosa a punto de caramelo para el indulto final. Magistral.
            Sí, lo reconozco, me siento agraviado, y, como al parecer anunció la infanta Cristina, que en ningún momento dudó de su inocencia hasta el punto de no ceder sus derechos dinásticos –con lo que habría hecho un gran favor a su hermano el rey–, yo también, en cuanto salga de la cárcel me iré de España en busca de nuevos aires en un país donde la democracia no sea un puro camelo. Mientras tanto, seguiré quemando mis días en esta reclusión, repitiendo, hasta aprendérmela de memoria, esa gran mentira de que todos somos iguales ante la ley y de que el que la hace la paga. Aleluya.


                  Juan Bravo Castillo. Lunes, 27 de febrero de 2017     

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