ESPAÑA ENVEJECE



            Tenía que llegar y ha llegado. España, desde el tristemente célebre “que inventen ellos” de Unamuno, se acostumbró a hacer frente a los problemas sólo cuando éstos estallan, en vez de verlos venir y prevenirlos. En eso, como en tantas cosas, somos un país mediocre y desdichado.
            Mientras que en Europa se practicaban ayudas e incentivos de todo tipo a la natalidad, en España, salvo el breve y tan criticado gesto de Zapatero, todo se ha fiado tradicionalmente al “instinto básico” de su ciudadanía y a su natural propensión a la prole. Hubo una época en tiempos de Franco que el trabajador recibía una pequeñísima suma por hijo que acabó por extinguirse por inanición, relegándola a la declaración de la renta. Todo ello en una época de encarecimiento progresivo de la vida, que hizo que poco a poco tener hijos se convirtiera en una auténtica heroicidad.
            No queda muy lejos aquella sociedad española rural, pobre y mísera, en que los hijos eran una auténtica inversión: hoy te sacrificabas para mañana tener una ayuda y un apoyo en la vejez; hijos que, por lo demás, venían en tropel en vista de la tiranía del statu quo imperante. Aunque, por desgracia, por muchos que vinieran, no se salía de pobre. Hoy, insisto, tener hijos, a la vista está, se ha convertido en un auténtico lujo que entraña sacrificios múltiples y desvelos sin número.
          Se veía venir, pese a que durante algo más de una década la fecundidad de nuestros inmigrantes contrarrestara el déficit de las familias españolas; déficit que la terrible crisis económica que aún vivimos se encargó de agudizar hasta límites inauditos. Los matrimonios cada vez se hicieron más tardíos y, consecuentemente, y salvo excepciones, las mujeres optaron por la maternidad ya superada la treintena. Todo ello consecuencia lógica ya no sólo del ansia de vivir, sino también, lógicamente, de las tremendas dificultades que suponía salir adelante en la vida, buscarse un trabajo digno y asegurar un futuro al hipotético hijo, cosa cada vez más problemática, habida cuenta de la provisionalidad imperante hoy día en todos los órdenes de nuestra sociedad.
            E, insisto, lo que tenía que llegar, llegó. Tras seis años consecutivos cayendo la natalidad, el pasado año, y unido a la subida del 6,7 por ciento en las defunciones, se producía, según anunciaba el Instituto Nacional de Estadística a través de informe sobre el Movimiento de la Población, un crecimiento vegetativo negativo por primera vez desde que hay datos oficiales (1941). La pirámide, de existir, empieza a invertirse con todo lo que ello supone de riego grave para el porvenir de nuestro país.
            Y es que aquí, como en tantos otros ámbitos, los sucesivos gobiernos que ha tenido y tiene España se obcecan en gobernar con la venda ante los ojos y obviar que el mundo en que vivimos desde 2000 es radicalmente distinto del anterior. España se hace vieja, y, lógicamente, se empobrece, tanto más cuanto que los salarios son tercermundistas y las cotizaciones a la seguridad social apenas se incrementan, con el lógico peligro para las pensiones, que será la siguiente bomba en estallar cuando en un par de años, de seguir las cosas igual, se nos diga que se ha agotado la caja de las pensiones.    
            Espero, por nuestro propio bien, que el año que hemos perdido jugando a las urnas con unos políticos que viven más pendientes de sus intereses que de los globales del país, no nos pase factura. Hay medidas ineludibles que urge tomar; medidas que no son ni de derechas ni de izquierdas, sino de pura supervivencia.

Lunes, 25 de julio de 2016. Juan Bravo Castillo.







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