PABLO IGLESIAS
La irrupción de la figura de Pablo
Iglesias es uno de los fenómenos más llamativos de estos últimos años. Surgido
de los movimientos universitarios que ocuparon la Puerta del Sol, su figura se
agranda favorecida por la televisión hasta alcanzar dimensiones desconocidas
hasta ese momento en la política española.
Atractiva en un principio, su imagen
logró granjearse las simpatías no sólo de la juventud, sino también la de los
miles y miles de desclasados, parados, desahuciados, e incluso idealistas
románticos, en un momento de auténtico drama para la sociedad española. El
primer zarpazo lo dio en las últimas elecciones europeas. Ahí empezó su
imperio, como el de Ada Colau.
Entró en el Parlamento Europeo como
elefante en cacharrería –“haciendo amigos”, que diría el castizo–. Empezó a
considerarse imprescindible, y, lo que es peor, ungido, llamado por la mano
providencial del destino para salvar España del cáncer de la vieja política.
Esa arrogancia cada vez más perceptible en sus rasgos, fue el motivo por el
que, entre otras cosas, no logró alcanzar los objetivos que se había fijado,
tras las Municipales, en lo que consideraba su “gran momento”, las Elecciones
Generales del pasado diciembre.
Su cara de decepción la noche de las
elecciones, pese a sus 69 diputados, era bien explícita. Pero rápidamente se
recobró, por algo está rodeado de una buena capilla. Algo o alguien le hizo ver
que él y sólo él era el auténtico vencedor, el redentor venido desde la
Universidad a regenerar España, y, desde entonces, empezó a recordarnos más al
Aznar de su época “gloriosa”, que al joven incisivo, revolucionario e
irreverente de los programas televisivos de la “Sexta”.
Y así ha venido actuando desde
entonces, asombrando a propios y extraños, pretendiendo llevar continuamente la
iniciativa y, lógicamente, espantando y enajenándose las voluntades de los que
sienten que esa prepotencia, en un individuo sin experiencia política, puede
ser ya no sólo peligrosa, sino incluso nociva en un país donde el ochenta por
ciento de las resoluciones se toman en Bruselas, ya que para bien o para mal,
hemos cedido parte de nuestra soberanía en aras de un hipotético beneficio.
Ha actuado tan torpemente que no
sólo ha puesto en jaque a gran parte del Partido Socialista, su aliado natural,
cuyo espacio sin duda pretende ocupar, sino también al gran capital –al poco
que queda en el suelo patrio–, haciendo que las grandes fortunas vuelen como
por ensalmo. Una falta de prudencia alarmante que sin duda le esta enajenando
simpatías de forma acelerada por más que, de cuando en cuando, lo veamos con la
careta de cordero con la que se dio a conocer.
En la vida es más difícil asimilar
el éxito que el fracaso, lo vemos a diario, pero lo de este ciudadano, marcando
las distancias a Pedro Sánchez y a quien se le ponga por delante, no tiene
parangón. Y eso por no entrar en sus contradicciones indumentarias, en sus
numeritos con el bebé de la señora Basanta en el Congreso de los Diputados,
etc. Su manera de actuar como si el y sólo él hubiera inventado la política, la
progresista, claro; su inaudita altanería disponiendo de los cargos del futuro
Gobierno, han hecho que salten todas las alarmas. No, Pablo, ese camino no
lleva a ninguna parte.
Juan Bravo
Castillo. Lunes, 22 de febrero de 2016
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