JOYCE Y DUBLÍN


                       
            
           Hay ciudades indisolublemente unidas a un escritor: Praga a Kafka, Lisboa a Pessoa, París a Proust, Soria a Machado y, por supuesto, Dublín a Joyce, James Joyce, el gran genio de la novela después de Cervantes. Tras una semana siguiendo sus huellas por la capital irlandesa, no puede uno menos de constatar lo que, un tanto jactanciosamente, dijo el propio novelista en un arranque de orgullo: “Mi propósito es construir un libro tal, que si Dublín un día se hundiera bajo las aguas, sólo con él se pudiera reconstruir de nuevo enteramente”. Ese libro fue Ulises. Y Ulises, hoy día, es el referente único de Dublín, y, casi diría, de toda Irlanda. Ulises invade todo el paisaje urbano de la hermosa capital de Irlanda libre, esa misma que, tras ochocientos años de sometimiento inglés, logró recobrar la ansiada libertad.
            Y, sin embargo, y como es bien sabido, Joyce tuvo que abandonar su patria, como Samuel Beckett, como Oscar Wilde y como tantos otros, para conquistar la gloria. ¿Madre patria o madre madrastra? ¿Qué hiciste tú durante la Primera Guerra Mundial mientras millones de soldados morían en el frente?, le preguntaron un día a Joyce; pregunta que también podrían haberle hecho a Marcel Proust. Yo hice el Ulises, ¿y tú?, replicó él. Porque si de algo tenía plena conciencia el dublinés era de haber escrito el libro más importante del siglo XX (un libro que, por cierto, y como bien afirman sus detractores, que no son pocos, con muy mala baba, nadie ha leído).
            Mentira infame, como todas las grandes mentiras, también aplicada, por cierto, al Quijote de Cervantes. Y para quien no lo crea, basta un botón de muestra. Deambulando por el sur de Dublín, en el número 1 de Lincoln Place, de repente nos encontramos con un auténtico santuario joyciano, Swenys, la antiquísima perfumería donde Bloom, uno de los tres protagonistas de Ulises, se detiene, en la página 93 de la edición original, a comprar una pastilla de jabón de limón. Ambos minúsculos escaparates están repletos de fotografías, recuerdos, símbolos y libros joycianos. Tenemos la suerte de encontrarnos con el guardián del santuario, un caballero llamado Davy Doyle, amabilísimo él, que nos explica las actividades que en tan humilde recinto, perfectamente mantenido como en tiempos de Joyce, se celebran semanalmente, en particular lecturas colectivas con las que rinden culto al autor de Ulises.
            Y, aunque no de un modo tan puntual, todo Dublín está salpicado del recuerdo de Joyce, desde sus conocidas estatuas y bustos, hasta el James Joyce centre, auténtica capilla sixtina del maestro, impregnada de un silencio religioso y ritual que contrasta vivamente con la bullanga cervecera y cosmopolita de la ciudad, y en la que se conservan, como en el caso de Proust en Combray, innumerables intimidades de un escritor cuyos restos, para escarnio de los irlandeses, siguen reposando en un cementerio de Zurich.
            “Dicen que nadie cruza el puente de O´Connell sin ver un caballo blanco”, asegura  Miss Callaghan, en su célebre relato Los muertos. Hoy en día, más que un caballo blanco, lo único que el visitante dublinés vería en este céntrico puente (más ancho, por cierto, que largo), sería una multitud de visitantes ansiosos de impregnarse del alma de esta ciudad hermosa sobre la cual flota el alma del irlandés universal que fue James Joyce, autor de una obra no demasiado extensa, pero sí de una intensidad rara vez alcanzada.
                                                 Juan Bravo Castillo. Lunes, 5 de octubre de 2015   

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