PALMA ERA UNA FIESTA
Bochornoso el espectáculo vivido el pasado 8 de febrero de el Juzgado de Palma ante casi 400 periodistas acreditados de casi todo el mundo. Todos, en especial los vendedores de carroña, se las prometían muy felices, pero, la encargada de ofrecer al espectáculo, aunque, bien aleccionada por sus abogados, entró en plan vedette, muy pronto se vino abajo, y la anunciada función quedó muy pronto en agua de borrajas, para decepción de los que se habían gastado algunos billetes de mil euros en un balcón de los aledaños.
La decepción, qué duda cabe, fue grande, en especial para los que esperaban que esta nueva Eloísa, amante fiel de su marido, intentara por todos los medios exonerarlo de sus culpas o, al menos, compartir su martirio. La táctica del astuto Roca Junyent y del no menos artero Jesús María Silva, sabedores ambos de que tenían todas las cartas a su favor, era tan clara como contundente: hacer recaer toda la culpa en su amado esposo Urdangarín, alegando “su fe en el matrimonio y el amor por su marido”, que le impulsó a firmar, sin mirar ni aún menos leer, todos los documentos que éste le ponía sobre la mesa, y así, negando la mayor, con los correspondientes “no sé”, “no conozco”, “no me consta” –lo que suponía dejar en blanco más de trescientas preguntas de las cuatrocientas que le tenía preparadas en juez Castro– dejar su nombre y, por ende, el de su familia, impoluto, y esperar mejores tiempos para salvar al cabeza de turco. Bastará para ello, con una restitución sustanciosa, una solicitud de perdón a la vasca y, al final, la prudente intervención del Gobierno.
¿Hasta ese punto pueden pensar los incondicionales asesores monárquicos que llega la candidez del pueblo español? Es evidente que no sólo los hijos de la duquesa de Alba están convencidos de vivir en la añorada –para ellos– Edad Media. Desde el principio se vio con claridad meridiana la trama urdida por Junyent y Silva, sabedores, insisto, que lo tienen todo a su favor, frente a un juez Castro –testarudo él–, que sabe bien que lo tiene todo en contra. Ya la propia llegada de la Infanta saludando y sonriendo como si hubiera ido a un concierto dejó claro por dónde iban los tiros. Todo estaba perfectamente calculado y estudiado: ni bajada a pie por la rampa, ni paso por el arco detector de metales ni orden de poner el bolso en el scáner. Antes al contrario, recibimiento de reina con su abogado en la entrada y con un juez tratándola durante seis horas de “señora”.
Con la lección bien aprendida –una lección bien fácil por lo demás de aprender–, estuvo sublime ante el juez Castro, negando a diestro y siniestro, hasta, imagino, exasperar a aquél. Evidentemente, para entonces, la señora Infanta tenía plena conciencia de que ella no era igual que el resto de los españoles. Lo que imagino que en algún momento sí le pasaría por la mente es el daño, el terrible daño, que le estaba haciendo a su padre y a su hermano, futuro rey, negándose obstinadamente a reconocer la evidencia: que ella era tan responsable como su esposo y que estaba perfectamente al corriente de todos, o, al menos, de la mayoría de los detalles de Aizoon –empresa de la que es propietaria con Urdangarin al 50%–.
Si algo se le da por supuesto a un grande de España es su sentido del honor y del decoro, pero es evidente que corren malos tiempos para la virtud. Esperpentos como el representado en Palma contribuyen de manera palmaria a hacer perder la poca fe que la juventud y gran parte del pueblo tienen en sus máximos representantes.
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