ADOLESCENCIA Y ALCOHOLISMO





            De repente, mira por dónde, las borracheras de los adolescentes y jóvenes españoles han empezado a interesar. Durante años venimos denunciando desde distintos medios esa gran lacra que se inició hace ya tres décadas y que se traducía en el consumo inmoderado del alcohol por parte de amplísimos sectores de chicos y chicas jóvenes. El famoso “botellón”, odiosa palabra ya de por sí. Beber por beber. Nada de beber para ahogar las penas. Simplemente beber para enajenarse, para salir de sí mismo, para rendir pleitesía a Baco, para consumir y consumir.
            Triste espectáculo el de esos jóvenes que al caer la noche discurrían y discurren por las calles de la ciudad cargados de bolsas de plástico repletas de botellas de alcohol casi etílico y vasos de plástico que, tras la orgía de rigor, y luego de hacer los consiguientes estragos, quedan dispersos por el escenario del “botellón” colectivo como restos de un naufragio, de una derrota, en espera que los tristes barrenderos de turno vengan a recogerlos. Una sublime diversión, ¡qué duda cabe! Beber por beber y creer que con una serie de tragos damos fin al pesar del corazón y a las otras mil calamidades que constituyen la herencia de la carne, dicho en forma shakesperiana.
            Lo denunciamos, vaya si lo denunciamos. Había que ofrecer a nuestros jóvenes alternativas de todo tipo a ese juego degenerativo antes de que sus cuerpos cayeran en el inexorable alcoholismo con todas sus secuelas. Había que hacerles recobrar el gusto por los libros, por el buen cine, por la cultura en general. Había que crear casas de la cultura, fomentar el deporte, el senderismo, el turismo. Había que hacer que esa juventud volviera a tomar el gusto a las conferencias, a la poesía, incluso a la filosofía. Había que lograr colmar el vacío que una educación torva y desprovista de valores había dejado en sus almas.
            Nuestras palabras, sin embargo, caían una y otra vez sobre ese vacío, en tanto que unos cuantos miserables se forraban literalmente vendiéndoles “litronas” de calidad ínfima que poco a poco minaban los hígados de nuestros hijos y destrozaban sus cerebros, en una carrera frenética hacia la nada. El espectáculo de las noches de los viernes y los sábados en las ciudades se asemejaban mucho al de un campo de batalla, con comas etílicos y ambulancias abriéndose paso por entre los que por no saber, no sabían ni beber.
            Hoy, por fin, el problema de la bebida, sobre todo desde los sucesos del “Madrid Arena” del pasado mes de noviembre, parece haberse convertido en problema nacional, hasta el punto de que nuestras autoridades, que todo parecen quererlo resolver a base de sanciones y multas, lanzan ya la “sublime” idea de hacer a los padres responsables de los destrozos de las borracheras de sus hijos. Insisto: “sublime” idea.
            En vez de plantearse seriamente qué es lo que ha llevado a esta generación “perdida” a refugiarse en la bebida como postrer recurso a sus problemas, que son muchos y muy variados, e intentar dar soluciones a esa tendencia a la enajenación como forma de rechazo de una sociedad que, bien vista, es una pura basura para ellos, sacamos la porra y el bloc de denuncias, pensando que así cambiarán una serie de cosas que han llegado demasiado lejos por culpa de tanto error de cálculo.
            Decía André Breton a los comunistas que lo esencial no era cambiar ese mundo que ellos andaban obsesionados con transformar, sino la vida, la forma de vivir, de amar y de gozar. Idéntica propuesta habría que hacerle a nuestros torpes gobernantes.


                               Juan Bravo Castillo. Domingo, 16 de junio de 2013    

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