DIARIO DEL AÑO DEL DESASTRE (II). HUIS CLOS
Decía Balzac que los verdaderos héroes de la Historia no eran los grandes generales napoleónicos enterrados en El Panteón de París, sino gentes anónimas como aquellos trescientos soldados que se presentaron voluntarios a construir un puente con barcazas para permitir que más de medio millón de hombres, o sea, la grande armée, pudiera cruzar la Berezina, evitando así que sus compañeros fueran diezmados por los cosacos. Construir aquel puente en pleno invierno, dentro del agua helada, suponía una muerte casi segura. Pero había que sacrificarse, y tenían que hacerlo tipos aguerridos y generosos que sabían que no iban a pasar a la Historia, ni figurar en ninguna columna como la de Trajano ni en ningún friso como el de las Panateas.
Pero tal es el destino de la Humanidad. Por lo general, y como decía Giraudoux, en las guerras se quedan los mejores y no todos los que sobreviven son dignos de ostentar las condecoraciones que exhiben en los desfiles. ¿Y a cuento de qué esto? Pues a cuento de la impotencia que uno siente, encerrado en su huis clos, como ratas enclaustradas, viendo pasar los días y esa retahíla de cadáveres anónimos sin que tú puedas hacer otra cosa que salir al balcón a las ocho de la tarde cada día y ensalzar la labor de esos héroes con nombre y apellido, esos seres de corazón inmenso y generoso que, prácticamente con lo puesto –siempre la misma improvisación– están ahí, a diario, noche y día, librando un combate sin tregua contra un enemigo minúsculo pero implacable como es el coronavirus. Esos mismos que la noche del martes lanzaban un mensaje desesperado, sintiéndose impotentes ante los centenares de enfermos que llegaban en masa a urgencias del Hospital General de Albacete, como esos médicos que tratan de salvar vidas con sierras en las batallas cuerpo a cuerpo.
Una sensación de pequeñez, por más que una y mil veces te repitan que estás cumpliendo con tu deber; ¿qué deber? ¿Dejar pasar los días sin contagiarte ni contagiar? Eso está bien para quienes ni siquiera encienden la radio y la televisión: ojos que no ven, corazón que no sienten. Pero no para lo que creemos tener conciencia y sentido del deber. Las noticias que han corrido como la pólvora sobre la situación desesperada en las residencias de ancianos nos estremecen, tanto como la falta de medios con que valerosos profesionales de la medicina, doctores, médicos, enfermeros y enfermeras vienen combatiendo hasta el extenuamiento, hasta las lágrimas, viendo cómo uno tras otro se llevan a sus enfermos a la morgue, un fracaso tras otro por falta de previsión, de organización, porque estábamos muy convencidos de que teníamos la mejor sanidad de Europa, vamos que, como en el fútbol, éramos los mejores, hasta que llega el momento en que se impone la cruda realidad.
Nos pasamos la vida mirando el cielo por si cae un asteroide, por si el de enfrente nos lanza un misil; nos endeudamos hasta las pestañas para poner un escudo antimisiles, para adquirir a precio de oro material bélico, y luego resulta que el enemigo es invisible y viene de China; ese mismo país que parecía que iba a verse asolado por la plaga, y ahora resulta que no sólo la ha vencido prácticamente, sino que incluso se permite vender, también a precio de oro, mascarillas, material protector, tests, respiradores y, dentro de poco, medicamentos ad hoc. El asunto tiene bemoles y nosotros sin saber cómo el maldito virus saltó a Lombardía y de allí a España, países que están sufriendo, una vez más ante la pasividad de holandeses y germanos, las de Caín. Algo grave falla en el mundo para que andemos de este modo a la deriva. O potenciamos la investigación o el cielo se convertirá en infierno, ¿o lo es ya?
Domingo, 29 de marzo de 2020. Juan Bravo Castillo
Comentarios
Publicar un comentario