CORONAVIRUS Y SURREALISMO
Hasta que el pasado jueves vimos en la pantalla de Mega al periodista deportivo valenciano Kike Mateu anunciándonos que había contraído la enfermedad en Milán cuando la semana anterior fue a cubrir la información del partido Atalanta-Valencia, el coronavirus –o Covid-19– no pasaba de ser una matraca diaria de chinos, cifras, mascarillas, y miedos más o menos fundados; un motivo de charla de café, de especulaciones varias, ideal para quienes se pasan la vida fantaseando sobre poderes ocultos y misterios del cuarto milenio.
Luego vimos a Kike, aunque no parecía excesivamente atribulado, más bien cabreado; y poco después supimos de la existencia de Adriano Trenistán, un italiano considerado “paciente 0”, pero que luego resultó “paciente 1”, o sea contagiado por otro que anda por ahí de incógnito por la Lombardía. O sea que la cosa originaria de Hubei, en el corazón de China, la patria del Mandarín, había roto su crisálida, volando a Italia – la patria del “mio cuore”, no podía ser de otro modo–, a Japón, a Corea del Sur, a Irán. La suerte estaba echada, y la pandemia de camino.
El asunto, no obstante, adquirió proporciones surrealistas cuando supimos que, por culpa de cuatro italianos infectados, mil turistas accidentales se habían quedado aislados, vivitos y coleando, en el hotel Adeje de Tenerife. ¡Qué cabreo, señor, y qué palo al turismo y qué palo a España! Inmediatamente nos acordamos de El ángel exterminador de Buñuel y nos dijimos lo que habría dado el aragonés por vivir una situación semejante. El partido que le habría sacado, aunque hubiera perecido en el intento. El coronavirus, por un momento, se tornó surrealista, pero con poca gracia.
Hoy, por culpa de la globalización y la manía deambulatoria, el bichito, que mata a un 5% de quienes lo contraen, se está convirtiendo en la gran amenaza, si no de la vida –véanse los muertos diarios por cáncer, corazón y carretera, por no hablar de la gripe común y el suicidio–, sí de la economía por aquello de que el miedo va por libre.
Una vez más ha quedado demostrado que, entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, que es donde, como dijo Pascal, se sitúa el hombre, somos más bien poca cosa, un puro (por no decir puto) azar, y eso es duro de aceptar para nuestra soberbia; somos eso, pura fragilidad, seres que vivimos de milagro y que acabaremos siendo víctimas, como los dinosaurios, de nuestra propia vanidad. Porque a estas alturas de la película, hay que ser muy torpe o estar muy ciego para no darse cuenta de que somos juguetes en manos de fuerzas dominantes, de tipos sin escrúpulos que se jactan de controlar el mundo desde sus siniestros dominios, de que nos enteramos tan sólo de la punta del iceberg, en tanto que el 98% de lo que ocurre queda fuera de nuestro alcance.
Lo que está ocurriendo, bien aireado por la prensa –que ha dado con un filón, como nuestros paisanos que cultivan el ajo–, no deja de ser más que aquello de “que viene el lobo”. Pandemia o no, hay palabras que siguen aterrorizando como muy bien podemos ver en El diario del año de la peste de Daniel Defoe, en La peste de Camus o en Juegos de masacre de Ionesco. Como el terrorismo, este coronavirus no vale por lo que mata sino por lo que puede llevarse consigo. Y está claro que de un tiempo acá, lo mismo que desde Rusia se controla bastante más de lo que parece, incluidas las elecciones y comicios del mundo entero, desde determinados ámbitos, alguien o “álguienes” se empeñan en que el ser humano viva amargado, cuando no aterrado; y a fe que lo está(n) logrando. Si los dioses durante siglos nos mantuvieron a raya con los miedos de toda índole, ahora hay que hacer lo propio, para de ese modo los humanos no se aburran, que decía Calígula de Camus. Y, lo que es peor, esto va para largo…
Domingo, 1 de marzo de 2020. Juan Bravo Castillo
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