UNIVERSIDAD: EFECTOS COLATERALES
Una y otra vez se habla de la Mancha vacía (o vaciada), pero rara vez se apunta a las causas del despoblamiento de aquellas pequeñas urbes, prósperas antaño, y convertidas hoy día en auténticos eriales, como los que describe Juan Rulfo en sus obras, o como aquel Pueblo blanco al que cantaba Serrat.
Se intenta, en vano, buscar salidas, pero muy poco se logrará mientras no se analicen los motivos que vienen provocando tal sangría. Vivimos inmersos en un mundo de prejuicios, y, del mismo modo que, en Cataluña, por mor del machaqueo de la propaganda, ser español resulta, para muchos jóvenes, algo retrógrado; en los pueblos mesetarios del interior de la Península, permanecer en ellos toda la vida es ya no sólo decadente, sino frustrante.
Antaño, sólo una minoría de jóvenes –los vástagos de las familias ricas, los de la burguesía alta y los que demostraban capacidades para obtener una beca– abandonaban los pueblos para estudiar en los Grandes Escuelas o en la Universidad, y rara vez volvían, excepto en las fiestas o durante el breve período vacacional.
En 1988, la creación de la Universidad Regional supuso una sangría de cerebros y de gente joven desde sus pueblos y villorrios hacia las capitales de provincia para “hacerse”, ya no maestros o enfermeros, sino abogados, economistas, informáticos ingenieros técnicos o aun superiores, licenciados, e incluso médicos, convirtiendo así en realidad el sueño ancestral que veíamos en “Cuéntame”.
Semejante “descapitalización” de cerebros suponía –y eso es algo que muy pocos advirtieron– un empobrecimiento creciente de esas pequeñas urbes, ya que, más del 90% de los que se iban, rara vez volvían, generando un complejo de inferioridad creciente en quienes, por un motivo o por otro, se veían obligados a quedarse en el pueblo. Y, por si eso no bastaba, esa dinámica empobrecedora, se veía incrementada por otra descapitalización (sin comillas): la de los que sacaba sus ahorros de debajo del ladrillo o vendían sus cuatro bancales para adquirir viviendas en el entorno de los distintos campus, primero para sus hijos se instalaran en ellas durante sus años de carrera, y después para alquilarlas, sacándoles de ese modo un rendimiento impensable en la tan castigada agricultura.
Lo que vemos, y de lo que nos lamentamos a diario, es consecuencia, en gran medida de esta política alocada y falta de planificación. Un plan perfectamente pensado y diseñado en la Formación Profesional donde, a partir del segundo curso, el alumno hubiera empezado a hacer prácticas en lo que hubiera podido ser su futuro puesto de trabajo, habría contribuido, y de qué modo, a la salvación de los pueblos y a su dinamización. Pero no, había que generar centenares y centenares de maestros, abogados, licenciados, etc., etc., a sabiendas que iban a sobrar, y generando ya no sólo frustraciones de toda índole, sino también una nueva emigración por todo el mundo, una nueva estirpe de desarraigados que ya ni siquiera se plantean volver a España. Hemos hecho expertos universitarios, con el alto coste que ello supone, para suministrar, a países más prácticos, ingenieros, arquitectos e informáticos a precio de saldo. Por donde quiera que uno pase encuentra jóvenes españoles viviendo como proletarios, o haciendo másters y doctorados de toda índole con la esperanza de dar un día la campanada, aunque profundamente decepcionados de ver la política miope de los que hacen cosas sin tener en cuenta la utilidad y preocupados únicamente de los votos que obtendrán en las próximas elecciones. Y aún quieren que este nuevo proletariado universitario tenga hijos para perpetuar su triste estado.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 15 de diciembre de 2019
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