LAS TINIEBLAS
El Papa Francisco nos urge a luchar contra las “tinieblas” que se abaten sobre todo el mundo. Nunca habíamos visto al Santo Padre tan atribulado, tan triste y tan impotente como cuando el día 25, asomado al balcón de la logia central de San Pedro, procedió a impartir a los 1.200 millones de católicos del mundo su bendición Urbi et Orbi. Él, que siempre fue un hombre animoso, cada vez se presenta más como un ser abatido, como si los problemas del mundo le pesaran como una losa y Dios permaneciera ciego ante tanta desdicha, tanto sufrimiento y tanta injusticia que se ven por doquier, convirtiendo este mundo en un pequeño infierno en el que sólo vale un dogma: “Sálvese quien pueda”.
Bergoglio sabe mejor que nadie la patata caliente que le endosó Benedicto XVI: un mundo en el que los valores que él representa retroceden sin cesar, arrumbados por los nuevos ídolos que arrasan por doquier: el dinero, el consumo y el pragmatismo anglosajón, el de “ande yo caliente y ríase la gente”, el de vivan yo y los míos, y el de ponerse una venda en los ojos que impida ver las terribles angustias, las injusticias y los numerosos conflictos presentes en esta máquina trituradora que se ha convertido nuestro planeta.
De verdad nos vamos a creer que Francisco es sincero cuando exhorta a que Dios “remueva las conciencias de los hombres de buena voluntad e inspire a los gobernantes y a la comunidad internacional para encontrar soluciones que garanticen la seguridad y la convivencia pacífica de los pueblos y ponga fin a sus sufrimientos”. La impotencia de los hombres de buena voluntad es palpable, hasta el punto de que lo único que pueden hacer es llorar, lamentarse y rezar cuando ven a una criatura ahogada en una playa junto a sus padres, cuando la televisión les ofrece de primera mano carnicerías perpetradas por fanáticos de toda laya, cuando sienten la misma impotencia que el Papa Francisco cuando ven que, por culpa de la iniquidad de unos, los mares y desiertos se transforman todos los días en cementerios. En cuanto a los gobernantes a los que alude, bastante tienen con conservar su puesto y luchar contra el terrible egoísmo de los que, con su mirada miope y su vuelo gallináceo, únicamente miran hacia sí mismos, pese a las continuas advertencias de los hombres de buena voluntad.
Nunca la ceguera había alcanzado tales límites; nunca el hombre se había empeñado en mirar única y exclusivamente hacia delante, sin volver la vista atrás y pensar a costa de cuántos sufrimientos ajenos él vive en la molicie. Los Epulones de hoy, a diferencia de los de ayer, han logrado envolver sus conciencias en un paño aislante y, so pretexto de generar riqueza y puestos de trabajo, campan a sus anchas por el mundo, importándoles un pepino el sufrimiento de los pobres Lázaros a quienes sin una pizca de escrúpulos, utilizan como carne de cañón. Hay demasiados hombres sin conciencia, empezando por las grandes tribunas, y con esos nada vale, sólo su turbia y apestosa verdad. Y ellos, no lo olvidemos, también celebran la Navidad, también tienen hijos y también confían en que Dios les reservará, con un poco de suerte, un huequecillo en el cielo.
¡Qué harto tiene que estar Dios de tanta patraña, de tanta miseria! Antaño aparecía aquí o allá un Savonarola advirtiendo que el Infierno se había instalado, para no irse, entre nosotros. Estos Savonarolas, por lo general, morían en la hoguera acusados de sembrar el pánico. Hoy no hay Savonarolas y la injusticia campa por sus respetos, forzando a la gente a sufrir abusos, esclavitudes de todo tipo y torturas en campos inhumanos. Sin embargo, parece como si la Navidad con sus luces, sus cánticos y su inmenso colorido lo tapara todo. Feliz 2020.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 29 de diciembre de 2020
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