LOS MIEDOS
Primero fueron los brujos y hechiceros los encargados de someter a los seres humanos en los tiempos prehistóricos; después fue la religión –y en muchos ámbitos aún lo sigue siendo, para nuestra desgracia–; y hoy día son los poderes fácticos por boca de determinados medios de comunicación agoreros especializados en sembrar el miedo, toda clase de miedos, difusos unos, inminentes otros.
Es como si unos y otros temieran, por una razón u otra, que el hombre y, aún más la mujer, se sintieran libres en todo la extensión de la palabra, independientemente de los temores y aprehensiones propias de nuestra condición de seres que, como decía Pascal, se hallan entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
Y es que no basta con nuestra conciencia, con sus aprensiones, no; se necesita más, hay que acogotarlo aún más, como si lo sufrido en nuestra terrible posguerra no hubiera sido bastante. Los nuevos hechiceros, los especializados en la infelicidad humana saben perfectamente que los miedos venden y más que nunca, ya no sólo porque grandes sectores de la población viven alejados de la fe, sino también porque apenas tienen asideros a los que agarrarse y se limitan a vivir el día a día sin pensar en el alud que un día u otro puede venirle encima.
No hay mañana en que no nos desayunemos con un horrendo crimen machista, propagado a los cuatro vientos, que hace que las mujeres, incluso las más aguerridas y luchadoras, sientan un escalofrío recorriéndoles como un relámpago la espina dorsal. El horror, lógicamente, se adueña de las mujeres al pensar que un día fatídico pueden dar con un violador, con un asesino, con un hijo de mala madre, y esa aprensión difícilmente les permite vivir tranquilas.
El problema aquí, como en otros casos –sin obviar desde luego la tragedia en sí – es el medio de comunicación, empeñado en inocular el virus del terror con el objetivo de vender periódicos o ganar audiencia televisiva o radiofónica. El mundo feliz, aunque sea el que irónicamente predicaba Huxley, no interesa. Interesa, por el contrario, lo agorero, el anuncio de futuras catástrofes sociales y económicas que siembren por doquier la angustia. Hay, por ejemplo, medios que, desde hace más de un año, vienen anunciando, como una plaga bíblica, la inminencia de una nueva crisis económica basada en la desaceleración de la economía europea, aserto basado esencialmente en el parón de la economía alemana, la locomotora de Europa, o en las guerras económicas y financieras puestas de moda por ese nuevo ángel del mal que es Donald Trump. Como consecuencia de ello, lógicamente, los miedos empiezan a adueñarse de las neuronas de los trabajadores, de los jubilados y de los desempleados.
Una forma ideal, claro está, de desacelerar también sus propias pretensiones, hasta hace bien poco perfectamente vigentes: los trabajadores luchando por tumbar un estatuto que los ha condenado a la ruina salarial y al miedo a verse en la calle con cualquier excusa; los jubilados, desalentados de ver que vamos hacia atrás como los cangrejos; lo desempleados, resignados con su miserable condición, esperando que un día los llamen para ofrecerles unas migajas. Y, mientras tanto, lo de siempre, la minoría feliz de las finanzas, atizando las brasas parar mantener un statu quo vergonzante, aunque no para ellos.
¿Hasta cuándo podrá mantenerse la patraña? ¿Hasta cuándo se le obligará al ciudadano a ponerse la venda antes que la herida? España necesita cultura, mucha cultura ciudadana, y menos miedos atávicos. Miremos hacia Francia y dejémonos contagiar por el espíritu de lucha del galo, por la eficacia de sus sindicatos y por su sentido de la lucha obrera. De lo contrario, malo, muy malo.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 6 de octubre de 2019
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