VIOLENCIA E HIPOCRESÍA
La violencia, pese a las leyes que tratan de contrarrestarla, está arraigada en lo más hondo de nuestros genes, recordándonos nuestro pasado en las cavernas. Lo humano es un concepto moderno que de alguna manera trata de reprimirla; pero la violencia es algo que surge cuando menos te lo esperas como esas fuerzas telúricas o sísmicas que se muestran en toda su crueldad en el momento más inesperado.
La violencia está presente un poco por todas partes, en las escuelas e institutos, en la familia, en la sociedad, en la política, etc. En los centros docentes, que tendrían que ser lugares ejemplares de humanidad y estudio, como ocurría en la Grecia clásica, son hoy día enclaves no siempre modélicos, donde a menudo impera la más dura competitividad, el clasismo, y hasta la crueldad. Los inteligentes, los dotados, los bellos y hermosos, que diría Fitzgerald, frente a los que a duras penas salen adelante, los menos dotados físicamente, los menos agraciados, los que a diario se ven acosados y viven la escuela como un calvario sin que, por vergüenza o timidez, encuentren apoyo en los que deberían velar para que imperara la franca camaradería y el respeto.
En la familia moderna, presa de los agobios y la incomunicación, donde a menudo se afrontan dos conceptos: el machista y el feminista, que laminan le diálogo y rompen matrimonios en menos de siete años. En el trabajo, donde hace tiempo que desapareció el concepto gremial y el amor a la cosa bien hecha, por la explotación sistemática, la amenaza de quedar excluido, la despersonalización más absoluta –si te vas, hay siete esperando para coger tu sitio–. En la sociedad, donde la humanidad está más bien ausente, y donde la brutalidad abunda, con esas “manadas” proliferantes, dispuestas a llevarse por delante lo que sea con tal de pasárselo a lo grande. El propio término “manada”, de triste recuerdo, denota el retorno a la tribu y el imperio de la fuerza bruta, en especial en lo tocante al sexo.
E incluso en la política. La violencia –el “¡qué se jodan!” de aquella grosera congresista– impera asimismo en el juego parlamentario, donde hace tiempo que se perdieron las formas y donde, por lo general, predomina la ambición desaforada, el protagonismo a costa de lo que sea, la puñalada en la espalda y la vesania más recalcitrante. El “otro”, el que piensa de forma distinta a mí, no me merece respeto, es un “facha”; es un “rojo”; siempre el descalificativo, por más que, llegado el momento, haya que pactar con el diablo y dormir con tu enemigo.
Y, desde luego, para hipocresía, la de determinadas cadenas televisivas, como TV1, que, movida por su fariseísmo, hace años que dejó de televisar corridas de toros y combates de boxeo –espectáculos que, como ustedes bien saben, están perfectamente reglamentados–, por ser, dicen, paradigmas de la violencia; y, sin embargo, no dudan en ocupar su pantalla diariamente con films americanos de bajo coste, con una media de entre cinco o seis asesinatos por sesión, armas de fuego de todos los calibres, salvajadas de todo tipo y brutalidades vergonzantes, o sea, basura televisiva en todo su esplendor. Y, para colmo, esa misma cadena que pagamos todos los españoles, esa cadena, insisto, que desterró la corridas de toros, ha dado, de un tiempo a esta parte, por volcarse con los encierros sanfermineros, encierros en los que, como tantas veces he oído, si no hay heridos, sangre y atropellos, no tienen gracia. Encierros que, como hemos podido ver esta semana, se televisan con sumo detenimiento y a cámara lenta, repitiendo una y mil veces los detalles escabrosos: el pitón que le pincha en el trasero a un turista australiano ávido de emular al amado Hemingway, o la voltereta del californiano venido a España en busca de emociones, o las peloteras en la terrible curva de la Estafeta, una forma como otra de hacer ver que la virilidad sigue existiendo y que Pamplona era una fiesta en la que ya no cabía una aguja. Que Dios nos pille confesados.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 14 de julio de 2019
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