LA HORA DE LA VERDAD
Existe en España una minoría de personas que, ya sea por tradición familiar, ya sea por haber acumulado una suculenta fortuna en las últimas décadas, no siempre de manera lícita, no terminan de poner los pies en el suelo, viven en su peculiar paraíso, creyéndose superiores a cuantos les rodean, e importándoles un pimiento el sufrimiento que impera a su alrededor. Lo importante para ellos es la jerarquía, el renombre, la capacidad de acumular más y más, como si se lo pudieran llevar a la otra vida. Gentes acostumbradas a mirar hacia delante, jamás hacia atrás, y que jamás han leído la décima calderoniana del “sabio”.
La cosa viene de lejos, como se puede ver en la magnífica serie televisiva “Isabel, la Católica”, que tenía que servir de modelo en los colegios e institutos, junto con los “Episodios Nacionales” de Galdós. Una cuantas familias de privilegiados, casi siempre por derecho de rapiña, creyéndose el centro del universo, y disputándose sin cesar el poder hasta el punto de manejar como peleles a menudo a los reyes. Hasta que llegó aquella gran reina, apoyada por su esposo, Fernando el Católico, que los puso a escuadra, aunque, por desgracia, por poco tiempo. Lo que vino después es de sobra conocido: América, el oro y la plata que podrían haber servido para hacer de España un país llamado a grandes designios, y que sin embargo se dilapidaron con la obsesión enfermiza de los Austrias de establecer la unidad religiosa, primero en España (con el terrible error de expulsar a los judíos en 1492) y luego en Europa, justo en el momento en que Lutero se alzó contra los Papas corruptos de Roma. El resultado, tan funesto para España fue el terrible status quo que vemos en el “Lazarillo de Tormes”, que se ha perpetuado hasta nuestros días: un país de una minoría de privilegiados y una inmensa masa de gentes famélicas y analfabetas, y, en medio, los torquemadas de turno y los cientos y miles de conventos, monasterios, refugios de clérigos y monjas.
Y, justo cuando las cosas empezaban a cambiar en 1930 y en el horizonte se pintaban luces de esperanza, Franco y los suyos se encargaron de cercenarla. Por fortuna, y después de tanta miseria y tanta injusticia, con la bonanza de los años sesenta, se forjó por primera vez en la Historia de nuestro país una burguesía, o clase media, emprendedora, activa, cada vez más potente, que se erigió en puente entre las abarcas y los chaqués. Eso y la entrada de España en la OTAN fueron las mejores garantías de futuro para un país explotado y vilipendiado por los poderosos, estrechamente apoyados por la alta jerarquía eclesiástica y, por supuesto, por los espadones; el olor de sacristía y el ruido de sables que decía Unamuno.
Sin embargo, lo ocurrido a raíz del descalabro de 2007 y el sufrimiento soportado por los de siempre, ha estado a punto de hacernos retroceder otros cincuenta años, con una clase media seriamente tocada. Y es que lo peor de esta terrible crisis es que los de siempre, los que desconocen lo que es la solidaridad, los que viven en su burbuja de egoísmo y avaricia, no sólo no han puesto el hombro, sino que, antes bien, han aprovechado el río revuelto para repintar sus blasones y literalmente forrarse. Con lo que no contaban es con que el pueblo se ha espabilado, ha perdido el miedo, y, como hemos visto en el lamentable comportamiento del Tribunal Supremo apoyando, una vez más, a la Banca, o sea a los poderosos de siempre, ante el temor a un estallido, el gobierno socialista ha tenido que decir “basta”. Populismo o no, oportunismo o no, ése ha de ser el camino, aunque sea por real decreto. Cien mil privilegiados no pueden seguir sacándole la sangre a cuarenta y cinco millones de ciudadanos. Es la hora de la verdad, entre otras cosas porque el pueblo, por fin, tiene conciencia crítica, opinión propia y, por fin, se ha dado cuenta de que la ley es el yugo de los pobres.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 11 de noviembre de 2018
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