EL CAOS EDUCATIVO




            Lo que tiene la vida: mientras el ex ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert –causante del mayor estropicio educativo de toda la Historia de España–, disfruta en la actualidad, gracias al milagro de las puertas giratorias, de la perfecta sinecura en París, con su nuevo amor, como diplomático en la OCDE, el nuevo curso escolar se inicia con las más negras perspectivas que imaginarse pueda, en medio de la irritación y el desasosiego de docentes y alumnos.
            Así ocurrió siempre: uno da un mal paso y el alud que provoca lo pagamos todos. Nunca un ministro estuvo tan mal considerado en las encuestas como Wert; cosa que evidentemente nunca le importó, con esa prepotencia que exhibía en sus actos y ese empecinamiento diabólico de llevar a cabo una Ley educativa que, todos menos él, sabían retrógrada. Pero él, erre que erre, siguió adelante, y sin ningún tipo de consenso, y a sabiendas del caos que iba a suponer implantarla en las 17 comunidades autónomas, logró salirse con la suya y hacer que se aprobara en las Cortes la pomposa Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (la tristemente conocida como Lomce). Y que por palabras no quedara. ¡Que viva la “excelencia” y que viva la “calidad”! 
            Ahora él, insisto, vive las mieles de su gloria, mientras el país ha de apechugar con lo que dicha ley conlleva, y todo ello con un gobierno en funciones, o sea, interino, a quien si bien no le tembló el pulso a la hora de ponerla en vigor el pasado 31 de julio, mediante un Real Decreto promulgado ad hoc, ahora no se sonroja cuando sostiene que carece de prerrogativas para “congelar el calendario de implementación de la misma”.
            Todo un desaguisado, en especial para los alumnos de 4º de la ESO y para los de 2º de Bachillerato, que, de acuerdo con la ley, deberían pasar las polémicas reválidas, de las que, a día de hoy, nadie sabe nada –frase a la que tan dado es el presidente Rajoy–, ni sus características, ni sus contenidos, ni quién ni cómo las va a aplicar. Es como una espada de Damocles que pende sobre la cabeza de cientos de miles de estudiantes y profesores, contrarios, sin excepción prácticamente, a éstas evaluaciones finales.
            Y uno, como ese personaje de El séptimo sello de Bergman, no puede menos de preguntarse: “Dios mío, dónde estamos y adónde vamos”. ¿Qué hemos hecho nosotros, docentes, padres y alumnos, para merecer este trato vejatorio? ¿Por qué tenemos que pagar, todos, la suficiencia y la ineptitud de personajes que no daban el mínimo exigible para desempeñar funciones ministeriales, y, además, tontos, por más que exhibieran títulos, másters y demás méritos?
            No sé la de veces que he dejado escrito en mis artículos la urgentísima necesidad del pacto educativo, que ahora se considera imperiosa, pero que “a largo me la fiáis”. Yo aún me pregunto por qué el Partido Popular se cargó in extremis la Ley que a punto estuvo de implantar el ministro Gabilondo, una de las mentes más lúcidas y preparadas del gobierno socialista de Zapatero.
            Ahora con un país roto, con diecisiete autonomías con diecisiete sistemas educativos diferentes –y es que aquí cada cual se toma, a ejemplo de Cataluña y el País Vasco, las cosas a su aire provocando más caos–, sin gobierno ni visos de tenerlo, todos se acuerdan, incluso Rajoy en su discurso de investidura, de la necesidad de un pacto nacional por la Educación, de una reforma que abarque desde Primaria hasta la Universidad y que acabe con tanta incertidumbre. A buenas horas, mangas verdes. Una vez más reitero el consabido tópico de que “tenemos lo que nos merecemos”. Pero ¿qué han hecho los alumnos de ESO y Bachillerato para merecer esto?

                              Lunes, 12 de septiembre de 2016.   Juan Bravo Castillo   
          


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