EN OLOR DE SANTIDAD
Me pide el cuerpo, y de qué manera,
hoy hacer un elogio a esos grandes hombres, con madera de santos, que trabajan
silenciosamente, sembrando amor, soportando la indiferencia de muchos, pero
fieles a su verdad. Seres que sustentan esta sociedad voluble impidiendo que se
hunda en sus propias miserias.
Consagrar su vida al servicio de los
demás en nombre de Dios es algo que ya muy pocos hoy día son capaces de hacer
por culpa de un estilo de vida marcadamente egoísta y procaz. Y, sin embargo,
los sigue habiendo, y ya no sólo esos misioneros que dejan su país para vivir
una vida heroica en países dejados de la mano de Dios, sino también otros que
viven en medio de nosotros, en nuestros pueblos y aldeas, como humildes
párrocos, cimentando el grupo social en medio del que se mueven. Labor ingrata,
a veces, silenciosa, callada, pero hermosa e imprescindible en una sociedad
llena de problemas, de soledades y de indiferencias.
Esta semana nos dejaba
silenciosamente uno de estos seres de excepción, el almanseño don Victoriano
Navarro Asín. Toda una vida de cura de pueblo entregada a los humildes, a los
menesterosos y a sus feligreses en general. La Roda, Chinchilla, Almansa y
Hellín, donde el pasado lunes fallecía, tuvieron la suerte de contar con su
presencia y en todos esos pueblos supo dejar su profunda huella. Para él, la
religión no se podía concebir sin el calor de la amistad. Por donde pasó,
incluso antes de iniciarse como párroco en La Roda, en el Seminario de Hellín,
fue dejando un reguero de afectos inconmensurable.
Hombre esencialmente equilibrado,
don Victoriano siempre fue la imagen viva de la comprensión, de los que ven en el
Evangelio el bálsamo de los menesterosos, la única medicina del alma; no de los
que se empecinan en hacer balance de las faltas de los pecadores; de los que
gustan decir “vete y no peques más”; no de los que acostumbran sentenciar: “Te
vas a condenar”. Don Victoriano era de los que creen que el Cielo está ahí, que
es algo necesario, algo al alcance de los hombres de buena voluntad, que son la
mayoría.
Con su inteligencia y sus dotes
pastorales habría podía aspirar a más altos designios, pero siempre quiso ser
cura de pueblo. Muy poco antes de morir me contó la íntima conversación que
mantuvo con una amiga suya, de 37 años, con un cáncer en fase terminal. Durante
toda una tarde departieron amablemente sobre el más allá, inminente para ella
–aunque probablemente también intuía que para él– con una naturalidad inaudita,
como dos seres plenamente convencidos de que la fe mueve montañas y permite el
acceso a la eternidad. “Fue gratísimo –me dijo–. Por un instante así –añadió–
merece la pena esta bendita profesión del sacerdocio”.
El día 20 de febrero, Don Victoriano
presentaba en Hellín, junto a otros amigos, mi autobiografía “Frente al
espejo”, en la que él desempeñaba un papel importante. Diez días después su
alma, cansada, volaba, en plena Cuaresma hellinera, al Cielo, dejándonos su ejemplo
y su mensaje. Pocas veces se vio en Hellín semejante manifestación de duelo.
Pocas veces un sacerdote vivió su vocación pastoral con tal ahínco. Había que
dejar constancia de ello, para ejemplo de incrédulos, tibios y escépticos.
Todavía hay quien muere en olor de santidad.
Juan
Bravo Castillo. Lunes, 9 de marzo de 2015
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