1914: UNA FECHA FATÍDICA EN LA HISTORI



            Hubo un día, hace ahora un siglo, en que el sempiterno anarquismo disfrazado de “Mano Negra” dio un paso fatal en Sarajevo y provocó un alud del que todavía no nos hemos recuperado. Somos hijos de la Historia, y la Historia, desde 1914 acá, ha sido simplemente eso, barbarie. Si sumáramos los muertos y mutilados ocasionados por las guerras, revoluciones y represalias desde ese trágico 28 de junio en que el terrorista bosnio asesinó al heredero de la corona austrohúngaro, el príncipe Francisco Fernando, nos daría una cantidad aún mayor que las vidas salvadas por Fleming y cuantos científicos positivistas contribuyeron a hacer una Humanidad más dichosa.
            Es como si la cara oculta del Mal, harta de ver a los hombres siguiendo el buen camino, hubiera dicho “basta”. Los viejos nacionalismos hicieron el resto. Bastó una chispa para que, y pese a que la inmensa mayoría de los Gobiernos europeos eran declaradamente pacifistas, estallara, siguiendo el efecto dominó, una guerra cuyos funestos efectos nadie, absolutamente nadie, pudo prever. Como si la Historia únicamente hubiera dejado en la mente de los hombres el aspecto heroico de las gestas, los jóvenes europeos –en especial los alemanes y franceses–, embriagados por el fervor patriótico que sus educadores respectivos les habían inculcado, acudieron jubilosos al combate –como vemos en Sin novedad en el frente de Remarque–, seguros, unos y otros, de una fácil y espectacular victoria. No todos los mandos suponían tales facilidades, pero sí una guerra rápida. Los inmensos medios, los sistemas de transporte masivo y las armas de repetición de los ejércitos de siglo XX causarían enormes pérdidas, pero decidirían la contienda en pocas semanas: “Vencedores o vencidos, para las Navidades todos en casa”, eso pensaban los políticos como los Estados Mayores.
            Pero unos y otros olvidaron que de cuando en cuando los dioses ciegan a los hombres y éstos, como carneros de Panurgo, terminan precipitándose en las fauces de la bestia sedienta de sangre. Fue así como se gestó la mayor catástrofe que recordaba la Historia. El efecto dominó hizo, como decíamos, el resto: cuarenta naciones, incluyendo a todas las grandes potencias, terminaron luchando entre sí sin saber exactamente por qué. Setenta millones de hombres fueron movilizados, de los cuales murieron once, y veintitrés resultaron heridos y mutilados. Ocho naciones fueron invadidas. Millares de poblaciones quedaron destruidas y doce millones de toneladas de buques se fueron al fondo de los mares. Volvió, cinco años más tarde, la paz al mundo, pero la belle époque del amable progreso y la seguridad del hombre occidental en sí mismo y en sus propios destinos había terminado para siempre.
            Lo advirtió Keynes –Alemania jamás podría salir de la pobreza– al ver las condiciones draconianas impuestas por los vencedores –en especial Francia– a los vencidos en el tratado de Versalles, en junio de 1919, con lo que aquélla, considerada responsable, dejaba de ser una potencia. Mutilada por doquier –en especial de Alsacia y Lorena–, privada de su aviación y su escuadra, obligada a correr con los inmensos gastos, semejante falta de generosidad y de visión de futuro suponía sembrar el germen de una nueva contienda que acabaría con las bombas de Hiroshima y Nagasaki, cincuenta millones de muertos y la gran vergüenza de los campos de exterminio. El horror, que dice Conrad en El corazón de las tinieblas.


                                        Juan Bravo Castillo. Domingo, 6 de julio de 2014 

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