EL SILENCIO DE LOS CORDEROS
Algo grave pasa en este país sin
ningún género de dudas. Que un primero de mayo, en una España con casi seis
millones de gentes en paro, no se deje sentir en las distintas manifestaciones
con la suficiente contundencia tan sensible catástrofe no puede menos que
plantear una serie de interrogantes. Algo falla, qué duda cabe. Lo lógico, lo
absolutamente lógico es que cualquier persona desempleada saliera a la calle,
se desgañitara protestando por la injusticia de que es objeto. La consecuencia
más lógica sería ver una auténtica marejada en las calles de las distintas
ciudades. Y, sin embargo, no es así.
¿Qué ocurre? ¿Se ha perdido la
esperanza? ¿Se falsean los datos? ¿Esperan los afectados que otros vengan a
solventarles la papeleta? ¿Será cierto, como más de una vez se oye decir, que
una buena parte de los desempleados trabajan en subcontratas, en la economía
sumergida? Es como si, de un lado, estuvieran las centrales sindicales
haciendo puntualmente su papel, y, por otro, los afectados por el tsunami
prefirieran aprovechar el soleado día de asueto, en este verano iniciado en
abril, para retomar fuerzas.
Cuando la Alemania de entreguerras,
tras el crack del 29, alcanzó la “terrible” cifra de siete millones de parados en
una población activa que superaba los veinticinco, el temor se adueñó de las
calles y plazas y quien más quien menos auguraba lo peor: una revuelta salvaje,
un estallido comunista tan violento o más que en Rusia, ¡qué sé yo! Bien es
verdad que los afectados de aquella época carecían en gran parte de subsidios y
protección por parte de la República de Weimar.
¿Qué pensar, pues, de lo que está
ocurriendo en España? Particularmente, soy de los que opinan que la resignación
va por barrios, que se pierde la esperanza a pasos agigantados, que son muchos
los que esperan el “maná”, como muchos son los que hacen la guerra por su
cuenta haciendo chapuzas aquí y allá e incluso aceptando las condiciones
misérrimas de empresarios sin escrúpulos. España, aquí también, es diferente,
o, más bien, tercermundista, como tercermundistas son todos aquellos del “Vaya
yo caliente y ríase la gente” o de los que consideran que defraudar al Estado
no es robar con mayúsculas.
Lo más preocupante, con todo, aunque
lo demás también lo sea, es esa posible pérdida de la esperanza en la antaño
poderosa fuerza sindical que, llegado el momento, toma sus adminículos, sus
pancartas y demás parafernalia, sale a la calle, e inicia la rutina de siempre,
retoma los eslogans de siempre, recorre plazas y avenidas como una marea
humana, suelta sus discursos preceptivos en el lugar de siempre y si te he
visto no me acuerdo, porque, entre otras cosas, ni siquiera ellos tienen fe en
lo que hacen.
Es como si, para desgracia nuestra,
hubiéramos aceptado este fatum que
nos viene de Europa y ante el que no cabe la posibilidad ni de rebelarse ni de
adoptar medidas imaginativas. Un fatum según
el cual tenemos desempleados para rato, incluidos nuestros propios hijos. ¿Para
eso la idea feliz de Europa? ¿Para eso este nuevo paripé de elecciones
europeas? Hemos hecho dejación de nuestras propias fuerzas, de nuestras
ilusiones, de nuestra imaginación, dejando que sean “ellos”, y cuando digo
“ellos” me refiero, lógicamente, a ese nido de burócratas que pretenden
gobernar el mundo desde Bruselas y Estrasburgo, a años luz de la realidad, los
encargados de repartir migajas y pescozones al compás marcado por los países
del norte. ¡Qué gran decepción, amigos!
Juan
Bravo Castillo. Domingo, 4 de mayo de 2014
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