¿NOCHEBUENA PARA QUIÉN?
No puedo menos de empezar este artículo subrayando la tremenda contradicción que para quienes nos llamamos cristianos supone la celebración, mañana, de la Nochebuena. Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Pero ¿qué paz se puede respirar en España sabiendo el estado de miseria de un cuarto de su población? ¿Con qué espíritu puede un español afortunado reunirse con los suyos esa noche privilegiada sabiendo que millones de compatriotas perviven en el vacío más absoluto, o con el sustento mínimo para dar gracias a Dios?
Y lo peor no es eso; lo peor es el silencio, el hondo silencio de los que acostumbran hacer tanta proclama en circunstancias mucho menos comprometidas y graves que en ésta. ¿Qué dice al respecto la Conferencia Episcopal que todo lo confía a Cáritas? ¿Qué dicen los Epulones de turno que esa noche tendrán que anestesiarse para seguir gozando de su fortuna y sus prebendas sin dignarse siquiera echar las migajas al ejército de Lázaros en que se han convertido los hogares españoles? ¿Qué dice, sobre todo, ese gobierno del PP –empezando por sus senadores que el pasado jueves se despedían malentonando villancicos–, completamente autosatisfechos, al que le falta darse besitos congrulatorios de complacidos que se sienten de su tarea de exterminio de derechos de la ciudadanía? ¿Qué sentirán en el fondo de sus almas?, porque cabe incluso la posibilidad de que la tengan. Es posible que, con ese mesianismo que exhiben por doquier, se limiten a pensar aquello de “Dios proveerá”.
¿Tendremos valor para trinchar el pavo en medio de nuestros seres queridos como si nada, obviando los centenares de ojos que acechan por doquier, los centenares de miradas que tratan de atisbar una salida a su miseria, los centenares de corazones que laten sin esperanza, los centenares de seres que, perdida toda ilusión, zozobran a dos pasos de donde nosotros celebramos la cena pascual? ¿Tendremos valor para seguir como si nada, actuando como si nada, para continuar llevando a cabo el ritual de todos los años sabiendo, ahora sí, que la gente, incluidos los niños, sufren, no sólo en África, allá muy lejos, sino también aquí mismo, frente a nuestras ventanas, en nuestra misma calle, seres solitarios y vencidos que gimen en vano?
Esto, que puede sonar a moralismo –o a moralina– propio de un ser sentimental, hoy, podemos decirlo sin temor a equivocarnos, no lo es, o simplemente lo es en parte. Ya está bien de buscar excusas, pretextos, en especial para ocultar nuestras miserias. Del mismo modo que los oficiales alemanes compartían, forzosamente claro, un hogar en las ciudades tomadas, asimismo, si tuviéramos un ápice de decencia, deberíamos mañana noche, como en las películas de Frank Capra, salir a la calle y ofrecer generosamente nuestra hospitalidad a toda una familia necesitada. Sólo así podríamos mantener la tesis de que la caridad empieza por nosotros mismos. Lo contrario será seguir con la misma farsa en la que, desde hace cuatro años y con parecida intensidad, nos hallamos inmersos, una farsa hecha de frases vacías, palabras huecas, egoísmo y cerrazón. El mundo del sálvese quien pueda, hasta que un día veamos que también vienen por nosotros, que aquí no se salva ni Dios, que nuestro destino está plenamente imbricado con el del prójimo. Llegará la hora en que se caigan las caretas y, por fin, seamos nosotros mismos.
Sonó, pues, la hora de la responsabilidad, de hacer por los demás lo que bien quisiéramos que, en caso de apuro o necesidad, los demás hicieran por nosotros. Cerrar las puertas de nuestras casas sólo puede llevarnos a la perdición.
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