LA TAN ANSIADA TRANSPARENCIA



            Una de las causas fundamentales del tremendo desastre en que se mueve la política española en la actualidad, con esa cantidad de presidentes, consejeros, directores generales y hasta un miembro de la casa real en el banquillo, es la opacidad y la falta de transparencia de que se ha hecho gala desde las altas instancias, permitiendo que personajes de dudosa honra camparan por sus respetos.
            Existe, además, una impresión de que lo que vemos es sólo la punta de iceberg de un colosal montaje donde, por falta de instrumentos de control, los responsables políticos tuvieron la capacidad de repartir prebendas a mansalva. No hay más que ver el nivel de enriquecimiento de determinados individuos tras su paso por la política.
            La opacidad ha imperado durante decenios en nuestro país  y quien más quien menos tiene la sensación de ser una simple marioneta en manos de unos gobernantes que se creen con derecho a todo sobre sus gobernados, sin que nadie les pueda exigir contrapartidas. Tocar el poder metamorfosea radicalmente a las personas en España. Eso es un hecho.
            El miedo al dato, de cualquier índole que fuera, administración, sanidad, medioambiente, justicia, seguridad, hizo que España se abstuviera de subirse al carro de los países que, desde años atrás, apostaban por eso que se ha dado en llamar Open Government (Gobierno Abierto). De hecho, somos el único país de Europa con más de un millón de habitantes sin una ley de transparencia que obligue a los Gobiernos, nacional, autonómico y local, a facilitar el libre acceso a toda documentación que obre en su poder (excepción hecha, claro está, de los datos relativos a la intimidad o a la seguridad nacional).
            Ahora nos damos cuenta de que muchos de los males que nos aquejan, como el escándalo de las recalificaciones o el desastre de la financiación de los ERES, entre otros muchos, se podrían haber evitado con la suficiente transparencia. Tradicionalmente, las administraciones nos han tratado y nos siguen tratando como si fuéramos un pueblo inmaduro y tercermundista. Por ejemplo, ¿por qué no hacer públicos los informes sobre contaminantes tóxicos, como el mercurio, u otros, que están elevando escandalosamente el número de cánceres de toda índole en la población? ¿Por qué no se hacen públicas las tasas de mortalidad por infecciones en los hospitales? ¿Por qué no se sabe cuántos pacientes fallecen mientras aguardan a ser operados? Y, sobre todo, ¿por qué los partidos, sindicatos y políticos no facilitan datos sobre el dinero público que perciben?
            Hoy, por fin, luego de que Zapatero lo dejara en suspenso, el Gobierno de Mariano Rajoy acaba de aprobar la Ley de Transparencia y Buen Gobierno. ¿Servirá esto para sacarnos del estado infantil en que hasta ahora hemos vivido? No cabe duda de que ése será el punto de partida para poner tope a tanta desidia que, al amparo de la opacidad, se ha venido perpetrando en los últimos años y que sólo gracias al poder y a la osadía de determinados miembros de la prensa y los medios de comunicación en general se ha podido alumbrar.
            Que personajes como ese director general de trabajo de la Junta de Comunidades de Adalucía y su chófer se gastaran, en lo que ha sido el penúltimo escándalo en salir a la luz, miles de euros mensualmente en alcohol, cocaína y prostitutas, muestra bien a las claras hasta qué punto la falta de control permitió llevar a cabo barrabasadas más propias de países tercermundistas que de la Unión Europea.

                                             Juan Bravo Castillo. Domingo, 25 de marzo de 2012

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