ADIÓS A FRAGA
Fraga nació para mandar, para ordenar el caos, por más
que a veces se enredara en su propio laberinto.
Desde su muerte el pasado domingo se
han vertido ríos de tinta sobre tan polémico personaje, bien alabándolo, a
veces excesivamente, bien denigrándolo. Rara vez sin embargo se ha tenido en
cuenta, a la hora de definir su personalidad, que si por algo se caracterizó la
figura de Fraga fue por ser un personaje típicamente shakesperiano, hecho de
luces y sombras, de grandezas y miserias.
Acostumbrados a las psicologías
simplificadas, los españoles, pese a la grandeza de Cervantes, del que tan poco
aprendimos, desde muy pronto nos acostumbramos a ver el mundo desde el prisma
maniqueo, es decir, escindido entre buenos y malos; con la particularidad de
que los buenos, para unos, a menudo eran los malos para otros.
Así nos fue la Historia: mal,
terriblemente mal, más allá de Carlos V y Felipe II, hombres capaces de tener
el universo completo en sus cabezas, en sentido histórico, claro está, no como
Shakespeare o Balzac, que lo tenían en sentido literario.
Fraga nació para mandar, para
ordenar el caos, por más que a veces él mismo se enredara en su propio
laberinto. Hombre de inteligencia agudísima, desde muy pronto tuvo conciencia
de que no había barreras para él, de que había nacido para la política, y a la
política se entregó en cuerpo y alma. Se hizo franquista como unos años antes
podría haberse hecho lerrouxista e incluso canovista.
Como gallego, Franco lo mimó, pero
siempre lo marcó, ya que, si bien su ambición era algo controlable, una
inteligencia como la suya le producía desconfianza. Aquel Fraga Iribarne,
ministro de Información y Turismo, era ya un ciclón capaz de llevarse por
delante lo que fuera, con tal de estar en el núcleo duro del poder. Porque él
sabía que en cualquier momento la tortilla iba a dar la vuelta, y había que
estar allí.
Su “exilio dorado” como embajador en
Londres, aunque duro, fue providencial. Como Voltaire, dos siglos antes, Fraga
se dejó arrullar por el empirismo británico. Su problema, no obstante, seguía
siendo la fogosidad, el ansia de mando, el ir de sobrado.
Cuando volvió a España, todos,
empezando por él mismo, vieron en él al artífice de la tan necesaria
transición, “su transición”. Pero no contaba con los enemigos invisibles, que
tanto despreció, y uno de ellos, Arias Navarro, se cruzó en su camino. Era un
duro revés. Aceptó temerariamente el cargo de ministro de la Gobernación a
riesgo de quemarse, y casi lo logra.
Luego vino la célebre terna en la
que confiaba estar y para la que se había estado preparando toda su vida. Pero,
para entonces, su tren había pasado, y su asiento lo había ocupado otro que jamás
se le había pasado por las mientes, un tal Adolfo Suárez, ese tercero en
discordia que a menudo se lleva el gato al agua.
Le costó levantarse, pero lo hizo.
Fue padre de la Constitución Española, y, convencido de su mesianismo, al
tiempo que cesaba la ola ucedista, decidió aglutinar, como Franco en la guerra,
a la dispersa derecha, primero con sus fieles, luego extendiendo su radio de
acción por todo el espectro democristiano, liberal, centrista y conservador,
hasta acabar –y ése fue su gran éxito– abduciendo a la extrema derecha de Blas
Piñar, harta de ir por el monte de fracaso en fracaso.
Pero, como Craso, como Lépido, y
como tantos otros, una y otra vez se encontró con que, por muy diversos
motivos, no conectaba con el pueblo. El desierto con Felipe González fue largo.
Había que buscar al nuevo Adolfo Suárez, y lo encontró en Aznar, mientras él,
como Moisés, y como Carlos V, se retiraba al único lugar donde no podía
fracasar, su Galicia, desde contempló el paso de la Historia, genio y figura
hasta el final.
Juan
Bravo Castillo, Domingo, 22 de enero de 2012
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