LOS EXCLUIDOS


            En medio del chalaneo en que se han convertido los pactos postelectorales, surge de nuevo el dato, frío como todos los guarismos, de la exclusión social en España: 8,5 millones de excluidos o en la antesala de la exclusión. Una auténtica barbaridad. Estamos, con ligeros matices, donde estábamos cuando empezó la catástrofe de la crisis. Y si los de abajo están donde siempre, y el número de ricos se ha disparado, ello quiere decir sin duda que las distancias se han hecho más grandes, que el décalageen vez de reducirse, se amplía, para desdicha de los que van pasando de la indignación a la más absoluta desesperanza. 
    No cabe duda de que las sociedades liberales, que, para colmo, en especial las europeas y norteamericanas, se denominan cristianas, dejan tras de sí un reguero de excluidos y fracasados, por muy diversas causas, condenados a la mera supervivencia. Es el precio que hay que pagar para que unos cuantos afortunados vivan a todo trapo. Una pura fatalidad. 
      Muchos miembros de este grupo de desdichados –los nuevos “miserables”, en sentido hugoliano– han logrado sobrevivir gracias al apoyo de familiares, del dinero de los parientes jubilados, cuando no de la caridad pública; pero, como muy bien se dice en la última encuesta, el colchón solidario se torna cada vez más escaso y la desmoralización de los que mes a mes se ven obligados a vivir a costa de los demás, empieza a ser intolerable. 
       Los de siempre alegan que el dato es falso, que la cifra está abultada; sí, sí, son esos mismos que manipulan los datos de la oficina del paro, los que exaltan sin cesar los miles de contratos laborales que mensualmente se hacen en España, sin contar, desde luego, los que no llegan a una semana y cosas por el estilo, los contratos basura que impiden que el trabajador pueda hacerse un mínimo proyecto de vida.
       Es un auténtico problema nacional; parece como si estuviéramos condenados a vivir con tres millones de parados. El desempleo crónico ni siquiera logró erradicarse en los tiempos de las vacas gordas, y lo que vemos hoy día es más de lo mismo por mucho que se empecinen en decir nuestros dirigentes políticos que la crisis ya es historia. Y lo peor es que, superada o no ésta, la economía española, tal como podemos comprobar, sigue incurriendo en los vicios de antaño: el ladrillo, la especulación, la construcción descontrolada, las hipotecas, la vergüenza de los desahucios, los alquileres disparatados, etc. No aprendemos. ¿Para cuándo la siguiente burbuja?
        Es curioso que cuando estalló la crisis bancaria, al Estado le faltara tiempo para inyectar ochenta mil millones a los bancos –millones que hasta la fecha nada se sabe de su devolución anunciada y prometida– , y sin embargo, se queda cruzado de brazos como quien oye llover ante esta emergencia humanitaria esperando que el problema se solucione por sí solo. El maldito independentismo catalán, las diferencias partidistas, el ruido diario y las alharacas ocultan ese estremecedor dato: que hay gente que sufre, que en plena sociedad de la opulencia y el consumo, hay gente que come desechos e incluso que rebusca en las bolsas de la basura. 
         ¿Para cuándo una inyección que sea capaz de generar esperanza en todas esas familias que ven pasar los meses y los años aguardando el milagro de la primavera, que diría Antonio Machado? Ya tenemos alcaldes, concejales, consejeros, consejerías, presidentes autonómicos. La lucha ha sido ardua. El porvenir lo tienen asegurado, al menos por cuatro años. Llega el momento de arremangarse, de bregar, de buscar soluciones. Casi todo está por hacer. Esperemos que no nos pidan un tiempo prudencial para familiarizarse con la tarea. Porque hay cuestiones que no se pueden postergar. Esos que, suponemos, han ido con la papeleta a la urna, aguardan soluciones imaginativas. No abusen de su confianza, por favor.

            Domingo, 16 de junio de 2019.   Juan Bravo Castillo
  


                        

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