EUROPA
Resultó sibilina la idea de incluir las elecciones europeas junto a las municipales y autonómicas. De celebrarlas por separado, ¿qué porcentaje de electores acudiría a las urnas?, ¿llegaría al cuarenta? El español se siente europeo, entre otras cosas porque pocos son los que no han viajado al extranjero. Pero, poco más. Y quien no esté de acuerdo con ello, que vaya por ahí preguntando a los jóvenes, e incluso a los menos jóvenes, cuántos escaños le corresponden a España en el Parlamento de Estrasburgo; cuándo pasó a formar parte España de la Unión Europea, cuántos países la conforman actualmente, cuántos la conformaron en sus inicios, cuándo fue ese inicio, por qué se formó, cómo se llamó, quiénes fueron los padres fundadores. Por ignorar son mayoría los que incluso ignoran que un diputado europeo no sólo cobra 8.200 euros al mes, sino que incluso goza de un nada despreciable suplemento de 4.290 para dietas y gastos. Un chollo, vamos, a medida de unos cuantos a quienes los partidos envían allí como premio o incluso como castigo, para quitárselos de en medio. Un exilio dorado, como el de Puigdemont.
Incluso los que fuimos europeístas de pro vacilamos a la hora de definirnos hoy día, y ya no por participar del movimiento involucionista de vuelta al terruño que parece haberse adueñado de Europa, y no digamos de España, sino, y sobre todo, por el esperpento en que, por culpa de los miedos, se ha convertido aquella hermosa idea inicial como forma de que la unión hiciera la fuerza y se pusiera fin de una vez a las decenas de guerras que durante siglos devastaron las tierras europeas, hasta culminar en las dos guerras mundiales, con un continente destruido por los aviones norteamericanos y los tanques rusos. Los fanatismos quedaron enterrados en los campos y ciudades de Europa, a costa de quedar arrasados, casi como quedó Cartago.
El proyecto integrador europeo de Adenauer, De Gaulle y Spark se ha quedado en un puro mercadeo en el que a duras penas sobrevive el euro. Y pensar que, a raíz de la última ampliación, incluso se habló de abrir las puertas a Turquía… Hoy se habla de un ejército europeo, ¿para qué?, ¿para seguir poniendo puertas al río de extranjeros que sin cesar acuden a ella en busca de una solución a sus vidas? La idea de Europa cada vez se ve más como algo lejano, escasamente humano, formado por una legión de funcionarios preocupados sobre todo por su nivel de vida y que sólo hablan de números, de estadísticas, o incluso de imponer más y más sacrificios a aquellos que se exceden en el gasto permitido.
Es muy posible, no cabe duda, que hayamos perdido un tiempo precioso, pero lo que a nadie medianamente informado se le oculta es que somos víctimas de las propias contradicciones que entraña nuestro sentir democrático, tal y como se ha puesto de manifiesto desde el momento en que la guerra de Irak y la de Siria lanzan hacia Europa toda una riada de refugiados que vienen a unirse al incesante flujo de africanos y sudamericanos. La llegada al poder de Trump, el ardor expansivo de Putin y la política artera británica (siempre a la suya, como hiciera Churchill embaucando a Stalin, mientras Roosevelt agonizaba) amenazan con hacer de Europa lo mismo que los europeos del siglo XVII hicieron con Felipe II y con España.
Nuestro porvenir se juega en Bruselas y en Estrasburgo, pero nosotros, como los italianos, los polacos, húngaros, portugueses, etc., vivimos apegados al terruño, a mil millas de esos hombres de negro que de vez en cuando se reúnen y dictan órdenes que emanan de Berlín y París. Este problema, desde luego, no se resuelve con una asignatura en el plan de estudios o potenciando los programas erasmus o sócrates. Hace falta mucho más. Veremos qué ocurrirá, a todo esto, con un parlamento europeo renovado con un amplio sector de gentes, que, como ocurre ya en el parlamento español, únicamente están allí para socavarlo.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 19 de mayo de 2019
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