CON LOS MEJORES DESEOS PARA 2017
Uno, en su candidez, hace votos con
el venerable Papa Francisco por la paz verdadera, esa misma que todos ansiamos
y por la que daríamos algunos años de nuestra vida. Pero, cómo olvidar las
palabras del pacifista francés Jean Jaurès, una de las pocas voces que trataron
de impedir el estallido de la Primera Guerra Mundial, y que pagaría con su
muerte, cuando advirtió: “Vuestra sociedad violenta y caótica, aun cuando
pretenda buscar la paz, lleva consigo la guerra igual que las nubes cargadas de
lluvia llevan la tormenta”.
Hoy más que nunca las palabras de
Jaurès se hacen presentes en medio del caos en que se mueve el mundo. ¿Por qué
no denunciar que las Naciones Unidas son ya un organismo tan vacío de sentido
como la vieja Sociedad de Naciones? ¿Por qué no denunciar que, detrás del odio
y la vesania que asolan el planeta, está, azuzándolos, la industria
armamentística (ochenta nuevas armas ha puesto en práctica Rusia en Irán), sin
duda la más potente y lucrativa que imaginarse pueda? ¿Por qué no denunciar
que, detrás del belicismo y las continuas matanzas, están las terribles
desigualdades, la miseria, la falta de cultura y, sobre todo, los fanatismos de
toda índole?
No, por más ejemplo que nos dé la
doctrina de Jesús de Nazaret, lo que parece incuestionable es que lo que habita
en el corazón de los poderosos y de los prepotentes mandamases del globo es la
guerra, incluida la propia Iglesia desde que Constantino el Grande, allá por el
siglo IV, tergiversara el auténtico mensaje evangélico de paz y amor.
Vuestra sociedad violenta y caótica,
esa misma que el veinticuatro de diciembre canta el villancico “Noche de paz”,
esa misma a la que se le hinchan los pómulos ensalzando la paz, lleva la guerra
íntimamente imbricada en la piel por ignorancia, por soberbia, o porque, como
se lamentaba Jesús en la cruz, no sabe lo que hace.
En vano un hombre bueno como el Papa
Francisco pide valentía y determinación para acabar con el odio y la venganza
en los territorios en conflicto; él mismo sabe muy bien que todo seguirá igual,
si no peor, incluso teniendo, como teóricamente tiene, a Dios de su parte. Qué
decir de un Dios que incluso permitió que el Anticristo Adolf Hitler saliera
ileso de media docena de atentados que, de haber acabado con él, habría
supuesto la salvación de millones de vida humanas en 1944 y 1945
No, es la sociedad, la propia
sociedad la que arrastra consigo todo un lastre de egoísmos y miserias, una
sociedad escasamente solidaria, en la que el pez gordo engulle invariablemente
al chico, en la que la competitividad es la ley, en la que por doquier priva el
“quítate tú para que me ponga yo”, en la que la violencia y la agresividad son
las notas predominantes y en la que, sólo aquí y allá, un poco de vez en
cuando, surge alguna que otra nota de bondad, por lo general, por parte de
seres con muy escaso poder mediático.
De existir Dios, tiene que estar más
que hastiado de este monigote presumido y prepotente llamado hombre que,
partiendo del primate, ha terminado sojuzgando al mundo entero de una manera
brutal, y, para colmo, se considera acreedor a algo tan impensable como es la
vida eterna.
Alabo, qué duda cabe, el optimismo y
la fe de nuestro Pontífice pidiendo a israelíes y palestinos un esfuerzo
recíproco de comprensión y armonía; o clamando por un alto el fuego definitivo
en países como Siria, Irak, Yemen, Ucrania o Sudán del Sur. Pero la realidad
dista mucho de la utopía y lo que a diario vemos por doquier, aterra.
Juan Bravo Castillo.
Lunes 2 de enero de 2017
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