LOS ESTRAGOS DEL TABACO



                                                                          A mis hijos y amigos fumadores


            El pasado día 31 de mayo se celebraba el Día Sin Tabaco y con ese motivo salían a la luz una serie de cifras escalofriantes sobre los males del tabaco –60.000 fallecimientos anuales en toda España, algo así como la población de la ciudad de Ávila–. Inmediatamente me vinieron a las mientes mis años de fumador empedernido y beligerante, junto a mi amigo Ramón Bello Serrano, con quien tantos puros habanos compartí.
            Ahora que, a Dios gracias, pudimos salir del túnel, no me duelen prendas en reconocer mi error y en retractarme por más que, de vez en cuando, aún eche de menos el deleite del tabaco, aquellos primeros cigarrillos que sabían a gloria. Han pasado los años y he visto caer antes de los sesenta y cinco a amigos, compañeros del alma, por culpa de esta droga maldita que te envenena el cuerpo y, como la sífilis, termina saliendo por algún órgano vital, desde el pulmón a la vejiga, pasando por la laringe, el intestino, la próstata y así hasta casi treinta órganos.
            Ya no valen las viejas bromas a lo Mark Twain –dejo el tabaco veinte veces cada día–, a lo Italo Svevo, etc.; ni el viejo ejemplo del nonagenario Churchill que aseguraba que el alcohol, los puros y la siesta lo mantenían en forma. Todo mentiras, todo argumentos que son como una coraza protectora para seguir consumiendo tabaco del que sabes perfectamente que eres esclavo, por más que algo dentro de ti te diga que, en cada cigarrillo, se te va un poquito más de vida o que estás jugando muy fuerte a una lotería que, fatalmente, terminará tocándote para tu desgracia.
            Tampoco vale aquello de que todo está contaminado, desde el aire a los mares y océanos, pasando por los alimentos y las antenas y los móviles y los ordenadores, y de que de algo hay que morir. Excusas, pretextos de viciosillo que todo lo deja para mañana. Lo veo en mis hijos, lo veo en mis amigos fumadores, primero los catarros cada vez más frecuentes, luego las bronquitis crónicas, las toses infernales, el asma, y siempre el miedo del cáncer que puede surgir donde menos te esperas y a la edad que menos te esperas.
            Antaño fumábamos porque era chic, porque fumaba Bogart, Camus, Sartre y tantos otros y otras; hoy predomina el fumador compulsivo dispuesto a pagar lo que sea por una cajetilla, que se aferra al cigarrillo y al móvil desesperadamente porque a algo hay que agarrarse para que la vida parezca que tiene un sentido.   
            Aquí, más que nunca, vivimos bajo el volcán, víctimas de una pasión que decía Balzac –que, por cierto, murió víctima de su pasión por el café–, pasión de la que terminas siendo esclavo hasta el punto de que ya no puedes echar marcha atrás.
            Pero no puedo acabar este artículo sin subrayar, una vez más, la hipocresía del Estado, que practica la vieja política de “A Dios rogando y con el mazo dando”. ¿Cómo, dadas las infernales cifras que da la Sociedad Española de Oncología Médica, no se pone veto de una vez por todas a la venta de un producto que se sabe dañino fehacientemente? Encarecer el tabaco no es solución, como no es solución cubrir de imágenes horrísonas las cajetillas. Aquí, como en tantas y tantas cosas, el Estado se pone de perfil y practica la doctrina del laissez faire, laissez passer. Siempre el mismo círculo vicioso, la misma falta de decisión, y, mientras tanto, el 24% de la población española sigue esclava del tabaco.

                                         Lunes, 6 de junio de 2016.  Juan Bravo Castillo



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