DESPUÉS DE LA TEMPESTAD
Tras
quince días de ajetreo, inútil para unos, fructífero para otros, llegó el
momento de recoger frutos y calabazas, y, como de costumbre, todos, incluso los
de la pedrea, se muestran ganadores y satisfechos, por más que, a estas horas
ya sean muchos los que se saben condenados. Tal es el juego de la política:
nunca reconocer que el torbellino te va a engullir inexorablemente porque así
lo dicen todas las encuestas; y nunca reconocer que tu ciclo se ha acabado.
Día
de reseca electoral en el que las cosas ya no son como fueran antaño tras el
severísimo toque de atención que ha cambiado la faz de la política española,
por más que los dos grandes partidos hayan luchado hasta la extenuación por
seguir manteniendo el tipo. Nada sé ni nada quiero aventurar, en el instante en
que escribo estas líneas, de los resultados que se habrán producido, pero de lo
que no me cabe la menor duda es que, a partir de este momento, la palabra a
seguir será “pactos”, palabra a la que, por desgracia, no hemos estado
demasiado acostumbrados en este país, pero que, de ahora en adelante, se hará
preceptiva, y eso, sin duda, nos enriquecerá, a no ser que nuestra clase
política persista en el mal ejemplo de que viene acaeciendo en Andalucía, lo
que nos llevaría a un callejón sin salida a la italiana. Y ello tanto más
cuanto que, con las Elecciones al Parlamento a finales de año, las cuatro
grandes formaciones, más los nacionalistas vascos y catalanes, porfíen en no
enseñar sus respectivas cartas, sembrando España de gobiernos pendientes de un
hilo.
No
cabe duda de que ha llegado el momento de la generosidad, de la política con
mayúsculas, del diálogo, de los acuerdos. Enrocarse puede ser nefasto, porque,
como es sabido, lo que los electores no perdonan es la soberbia, el
empecinamiento. El pueblo exige soluciones prontas, y seguir con las tácticas
puede resultar funesto, por la sencilla razón de que se corre el peligro de que
el pueblo se dé cuenta de que se puede vivir, e incluso en ocasiones mejor, sin
gobernantes. Lo que nos habríamos ahorrado de no haber tenido que soportar a
tanto mangante llegado a la política para forrarse.
El
grito hoy es unánime, como lo fuera la noche en que Zapatero ganó los comicios
tras el 11 M,
“No nos defraudéis”, porque esta vez va en serio. Se ha llegado muy lejos en la
marcha atrás para que de nuevo se incurra en viejos vicios. La encuesta
publicada el pasado jueves por la
OCDE no deja margen de error. España, más allá de los
triunfalismos de Rajoy, está en muy mala situación. El 10% de la población
posee el 43% de la riqueza; en tanto que el 60% más pobre posee únicamente el
20%. Estamos entre los 11 países de esa organización con más desigualdades. Y,
por lo que se refiere al calamitoso estado de nuestra juventud, somos el
segundo país por la cola. Negar esa evidencia es ponerse una venda en los ojos.
Son
excesivas, a mi humilde juicio, las esperanzas depositadas en los dirigentes
políticos por los que tienen el agua al cuello, pero justo es decir que,
independientemente de aquellos a quienes no les ha quedado más alternativa que
trabajar clandestinamente para empresarios sin escrúpulos, son demasiados lo
que se han quemado año tras año en la colas de las oficinas de empleo. Dejémonos,
pues, de euforias, remanguémonos sin pérdida de tiempo, y pongámonos a trabajar
de verdad para sacar a este país del pozo en que una serie de golfos lo
precipitaron. Veremos.
Juan Bravo Castillo. Lunes, 25
de mayo de 2015
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