LA LARGA SOMBRA DEL ALCOHOLISMO





            Que cuatro de cada 10 jóvenes admitan abiertamente hoy día en España conducir borrachos es un claro síntoma del estado de descomposición en que se halla la sociedad española actual tras los años de bonanza económica en que todo parecía posible y la posterior caída en este estado de depresión, padecido, especialmente, por el 53% de jóvenes que ya ni siquiera se plantean su porvenir. Y es que, en el caso que nos ocupa, ya no se trata de individuos que reconocen que llevan alguna que otra copa cuando cogen el coche o la moto, sino lisa y llanamente que conducen borrachos.
            Ni campañas orquestadas desde la Dirección General de Tráfico, ni las esporádicas muestras en televisión de las tragedias ocasionadas por uno de estos cerriles, ni el estado de opinión cada vez más generalizado contra esta lacra, consiguen reducir en número apreciable esta vergüenza de nuestra sociedad que denota hasta qué punto España también en esto es diferente del resto de los países de la Unión Europea.
            ¿De qué pasta estarán hechos estos individuos que reconocen beber sin control – y acaso drogarse– con toda la desfachatez, el descaro y el cinismo? Es evidente que la escasa formación, unida a la frustración, y por qué no, la malicia y la rebeldía, de este amplio sector de nuestros jóvenes halla un espacio de sublimación cuando se meten dentro de su vehículo y se lanzan a la aventura dispuestos no sólo a jugarse su propia vida –ojalá todo quedara ahí–, sino también la de sus acompañantes y la del desdichado que se cruza en su camino, ya sea ciudad o carretera.
            Es curioso que esta nefasta estadística vaya de par con la del fracaso escolar; lo cual es una muestra más de nuestro fracaso –de padres y docentes– con la juventud. Algo muy grave ha ocurrido para que se nos vayan de este modo las cosas de las manos. Y es que aquí no vale que, en otros aspectos de la estadística, las cosas hayan mejorado considerablemente, en particular con la duplicación del número de jóvenes que afirman que no beberían si fueran a conducir; o el claro aumento del sentido de la responsabilidad de las mujeres con respecto a los hombres. No. No vale; porque, en este caso concreto, basta un loco para que se lleve por delante la vida de un ser inocente que, para su desgracia, como ocurrió con el torero Ortega Cano, pasaba en ese momento por allí. La gravedad de las consecuencias hace de este precoz reconocimiento un caso muy a tener en cuenta.
            No cabe duda de que este fracaso educacional exige medidas especialmente duras, mucho más que las están en vigor, en especial con los reincidentes: retirada durante años, e incluso para siempre, del carnet de conducir; puesta en marcha de servicios sociales prolongados, multas más considerables, e incluso la cárcel. Y ello, pese a que todos sepamos que la mayoría de estos rebeldes, con o sin causa, son, en mayor o menor medida, víctimas de un sistema educativo, social y familiar que hace aguas por los cuatro costados. El uso y abuso del alcohol en España es una auténtica vergüenza. La práctica indiscriminada del botellón durante años nos ha situado en la vanguardia del alcoholismo en Europa ante la mirada indiferente de la mayoría de los padres y de nuestras autoridades, acostumbradas a mirar para otro lado. Ahora, como siempre, nos quedan los lamentos, porque lo grave, con todo, no es sólo la práctica inmoderada del alcohol desde la adolescencia, sino el hecho de que toda esta juventud perdida, a partir de los cuarenta, empezará a padecer la larga retahíla de secuelas del alcoholismo. Una vez más, se recoge de los que se siembra, y, en este aspecto reconozcamos que hemos sembrado a granel.

                          Juan Bravo Castillo. Domingo, 5 de agosto de 2012 

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