LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES
A principios de junio de este año
salía a la luz el Informe Europeo sobre
Drogas 2017: Tendencias y novedades del Observatorio Europeo de las Drogas
y Toxicomanías, presentado en Bruselas, y donde se mostraba que poco más de una
cuarta parte de la población de 15 a 64 años de la UE, más de 93 millones de
personas, han probado drogas ilegales en algún momento de su vida.
Dentro de este espectacular avance
del mundo de los paraísos artificiales, España, como es natural, no podía
quedarse a la zaga, hasta el punto de ser el segundo país de la UE en consumo
de cocaína, a muy poca distancia del Reino Unido; y el cuarto en consumo de
cannabis, a muy corta distancia de Italia y de Francia.
Las cifras –dándolas corremos el
riesgo de quedarnos en la pura estadística– son estremecedoras, y muestran el
fracaso de las políticas educativas y culturales llevadas a cabo en Europa tras
la Segunda Guerra Mundial. La evolución es francamente alarmante, y la cantidad
de accidentes –como los provocados últimamente contra diversos grupos de
ciclistas o el provocado por un sargento de la guardia civil en la Costa del
Sol matando a tres personas– que se están produciendo en nuestro país,
originados por sujetos ebrios y drogados, empiezan a convertirse en una plaga.
La gran crisis que se cierne sobre Europa, y,
como es lógico, sobre España, tiene su origen en la progresiva pérdida de
valores y en el fracaso de un modelo de vida productiva con muy escasos
alicientes éticos, morales e intelectuales. Lo advirtió bien a las claras
Albert Camus, el máximo referente de nuestra generación, y la realidad no hace
más que darle la razón. La reducción de los seres humanos a meros entes
consumistas, y a meras hormiguillas productoras, con sus horas perfectamente
controladas a cambio de un salario miserable, y un fin de semana libre para dar
rienda al desfogue, es lo que está causando este drama.
En la medida en que se han ido
debilitando las creencias religiosas o las bases culturales sobre las que se
asentaba nuestra civilización, la juventud, nuestra juventud, se ve obligada a
vivir en un mundo vacío, repetitivo, insignificante, donde, como Meursault, el
extranjero, asiste al terrible discurrir de un lunes, un martes, un miércoles,
un jueves, un viernes, etc., etc., etc., sometida a la explotación sistemática
de unas empresas sin alma. Son pocos, muy pocos, los afortunados que consiguen
ocupar un trabajo, como médicos, como docentes, como juristas, que los llenen y
den un sentido aparente a sus vidas. La gran mayoría se ve obligada a llevar a
cabo esos trabajos en cadena que acaba agotando el aguante del más pintado; de
ahí que necesite de toda clase de drogas, o de opios, como antaño se decía,
para volver el lunes a la monotonía del trabajo. Y esos son los “afortunados”,
socialmente hablando, porque todavía tenemos a los que ni siquiera gozan de ese
“privilegio”, e incluso darían años de vida por poderse agarrar a algo, me
refiero a los parados, a los jóvenes treintañeros que todavía no han conseguido
su primer empleo, etc.
Como muy bien decían los
existencialistas: si es a esto –ellos se referían, bien es cierto, a las
guerras mundiales y a Hiroshima– adonde nos han llevado el Renacimiento y la
Ilustración, el asunto es más que preocupante. Tratar de acabar con el mundo de
la droga como se está haciendo, o sea, a base de interceptar alijos, es un
absurdo esencial. Como decía Rimbaud y los surrealistas, lo que verdaderamente
urge no es cambiar el mundo, sino la vida, el modelo canallesco en el que nos
han instalado, mucho peor que el feudal.
Juan Bravo
Castillo, Lunes, 17 de julio de 2017
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