DIEZ AÑOS SIN BERNARDO GOIG


                                
            No se puede entender el pasado de La Tribuna de Albacete sin Bernardo Goig, periodista, caricaturista genial y alma de este diario en los años heroicos, fallecido, tras una breve enfermedad, el 5 del 5 del 2005 a los 52 años de edad, como si de ese modo hubiera querido dejarnos un mensaje irónico sobre el sentido y el misterio de la existencia, que tanto le obsesionaba.
            Bohemio –acaso el último bohemio en el sentido lato que dio esta ciudad–, conversador infatigable, amigo de sus amigos, Goig fue, sobre todo, periodista, y, como tal, conciencia crítica de su entorno; vocacional hasta la médula, vivía para ofrecer a los lectores cada día, distribuida en tres viñetas geniales, perfectamente sintetizada la esencia de la noticia, hasta el punto de que eran legión los que empezaban la lectura del periódico por su sección en la tercera página.
            Auténtico animador de la redacción, primero de La Voz de Albacete y, posteriormente, de La Tribuna, Bernardo fue durante lustros esa persona que hace el trabajo de los demás más ameno, más dinámico y menos tedioso con su ironía chispeante, su mordacidad y, sobre todo, su disponibilidad.
            Fue, como digo, la conciencia viva de su época, en la línea de los grandes caricaturistas de su tierra, en especial del insigne Alberto Mateos, otro albacetense ilustre, dotado de un olfato especial para captar lo esencial de la vivencia diaria, y sin miedo a la hora de plasmarlo aun a sabiendas de los problemas que conllevaba su implacable sátira contra el terrorismo o contra determinadas personalidades poderosas.
            A Bernardo, por lo demás, le encantaba vivir, relacionarse, hacer amigos. Generoso hasta límites insospechados, se puede decir que no hay albacetense de su época que no posea al menos una caricatura suya; en ese aspecto era infatigable y muchos lo recuerdan en El Nilo, sentado a una mesa como Toulouse-Lautrec en el Moulin Rouge, dibujando incesantemente perfiles y siluetas, captando el alma de los que por allí discurrían, tal era la esencia de su arte, a menudo sin que ellos se dieran cuenta. Apostaba con quien fuera a que era capaz de hacer la caricatura de José Bono en nueve segundos, y a fe que lo hacía, como se puede comprobar en mi libro Bernardo Goig, imágenes en el tiempo.
            Odiaba, por encima de todo, la frivolidad, la pedantería, la hipocresía y la falsedad de determinados personajes, en especial políticos, contra los que lanzaba sus inexorables puyas. Pero, más que nada, era un artista, un pintor, a quien le encantaba, después de la tertulia con sus íntimos en la cafetería Planeta, enclaustrarse en su estudio, en plena noche, y pintar hasta el alba, soñando con emular a lo grandes, o preparar una nueva exposición de caricaturas, que era todo un acontecimiento social.
            Con Eduardo Peralta, con Dimas Cuevas, con Carlos Zuloaga, con Adolfo Giménez, con Ramón Bello y otros amigos y colegas fundamos tertulias memorables, empezando por la de La Confitería, casi siempre con un invitado de postín, con el que abordábamos temas de actualidad hasta altas horas. Un rara avis sin duda, periodista ejemplar, de esos que llevan en la sangre la profesión y que lo dan todo por ella. No me cabe la menor duda de que el día que se escriba la historia de La Tribuna, su nombre figurará en lugar preeminente, al igual que, por méritos propios, forma parte de la memoria colectiva de la ciudad de Albacete.

                             Juan Bravo Castillo. Lunes, 4 de mayo de 2015 

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