ESPACIOS DE CONCORDIA



            

          He pasado parte de esta última semana en Lérida, y mi asombro no ha conocido límites cuando, conversando con entrañables colegas universitarios que hasta hace unos cuantos meses se declaraban abiertamente constitucionalistas y la mayoría de ellos socialistas, hoy apoyan abiertamente las tesis referendistas como única salida a Cataluña, por más que estén convencidos de que en ningún momento se impondría el sí de los independentistas.
          Es el viejo y tan conocido truco para acabar llevando el agua al molino del que te la quiere pegar. Gentes de buena voluntad a quienes unos cuantos fanáticos imbuidos de un exacerbado sentimiento antiespañol han convencido de que votar es bueno y de que un referéndum aclararía las cosas definitivamente.
            El adoctrinamiento ha sido tan intenso, que han conseguido que más del setenta por ciento de la población catalana haya adoptado el término referéndum como solución universal, sueñe con una urna y haga girar sus conversaciones de continuo sobre el término voto. Son como niños testarudos a los que se les mete una idea en la cabeza y te la repiten hasta que te hartan y se salen con la suya.
            Y, por más que les dices que, detrás de ese mantra están Junqueras y la CUP, para quienes primero la independencia a toda costa y después ya se verá, insisten en su idea obsesiva con la misma insistencia con que Rajoy alude a la soberanía nacional, por no hablar de otros términos más gruesos que sólo llevan al tan temido choque de trenes.
           El antiguo seny catalán de aquellos que, con mucha razón aspiraban a catalanizar a una España castellana anclada en el Cid y Don Quijote, regeneracionistas en la línea de Joaquín Costa que pretendían imponer una política de “escuela y despensa” y “doble llave al sepulcro del Cid para que no volviera a cabalgar”, ¿qué fue de él? ¿Hasta ese punto ha llegado el agravio del Gobierno central durante estos últimos doce años en que la Cámara catalana aprobaba el Estatut por abrumadora mayoría tras el catastrófico desliz de José Luis Rodríguez Zapatero prometiendo a Maragall el oro y el moro?
           El pasado miércoles, el tristemente recordado José Montilla, urgía desde las páginas de El Periódico a hallar un espacio de concordia política para pactar la reorganización territorial. Una idea brillante, qué duda cabe, en la línea de lo que exponía Pedro Sánchez a Mariano Rajoy al día siguiente en la Moncloa. Espacios de concordia, espacios de encuentro que pasan por la reforma de la Constitución, o sea, por lo que, para la derecha española, sería “bajarse un poco más los pantalones”. Pero, o mucho nos equivocamos, o mucho nos tememos que el último paso dado por el Govern de la Generalitat haya roto todos los puentes que le unían al Estado –“No hay ningún poder que pueda frenar el voto”, aseguraba amenazante Puigdemont el pasado martes, como el que se presta orgulloso a inmolarse–, justo el mismo día y casi a la misma hora que la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, en connivencia con su jefe Mariano Rajoy sin duda, recordaba el papel de los militares en la defensa de la soberanía nacional: “Por tierra, mar y aire, las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil se encuentran donde haya que proteger los valores de la democracia y de la Constitución, pero también la integridad y la soberanía”. Palabras que no hacen más que atizar un poco más este lamentable desencuentro. Eso es precisamente lo que quieren Junquera y la CUP, ver algún tricornio en Barcelona, para asumir la corona del martirio que tantos réditos les proporcionaría de cara a sus objetivos secesionistas.


                        Lunes, 10 de julio de 2017. Juan Bravo Castillo.

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