LA CONJURA DE LOS NECIOS
Ayer y pese a nuestra inveterada
costumbre de volver de Francia por Aragón, un poco movidos por la curiosidad,
un poco para palpar el ambiente, decidimos hacerlo por Cataluña.
Durante años y años, en efecto,
preferimos la ruta de Pau a Jaca, Huesca y Zaragoza, hoy enormemente facilitada
por el túnel de Canfranc (un auténtico lujo). Era una forma de comprobar cómo
Francia se difuminaba de Toulouse hacia abajo hasta acabar en el gran balcón
pirenaico en torno a Pau, Oloron, Tarbes y Lourdes, con sus mágicos paisajes,
de los que los franceses sólo se acuerdan cuando llega por allí en julio el
tour de Francia y ven la escalda del Aubisque y del Tourmalet. Pero de ese
cuadrilátero mágico, Mari Llanos, mi esposa, y yo, siempre preferimos Pau,
lugar entrañable que sirvió durante años de refugio al Campesino y donde
tuvimos ocasión de conocer y admirar a don Manuel Tuñón de Lara, el mítico historiador,
autor, entre otros muchos libros, de La
historia de España del siglo XX y España
y la dictadura franquista. Tuñón de Lara nos contó que había elegido la
cátedra de Pau para, desde el balcón de los Pirineos, los días en que se lo
permitía la neblina, atisbar las cumbres que lo separaban de su amada España.
Aquel exiliado, con su semblante aristocrático, su pelo blanco y sus
estilizadas manos, nos enseñó lo que es la libertad, el no rendirse jamás.
Pues bien, pese a ello, este año, de
vuelta de los Alpes, desafiando a los elementos desencadenados que conforman la
más que saturada autopista que viene de Montpellier y se adentra en España por
la Junquera, dejando atrás los restos de Machado y su madre sepultados en el
cementerio de Colliure, nos decidimos a pasar la noche en esa misma Girona que
creíamos exultante con su club de fútbol recién ascendido, por primera vez, a
la primera división española.
Pero algo en la bella ciudad abacial
nos empezó a estremecer desde el mismo momento en que, tras instalarnos en
nuestro hotel, nos adentramos en la ciudad vieja. Hacía años que no visitábamos
esta ciudad catalana de la que fue alcalde Puigdemont y desde luego que ha
hecho su obra. La modernización de la misma es palpable, con una esplendorosa
avenida a Joseph Tarradellas –del que poco aprendió– y menos de Roberto Bolaño,
al que le ayuntamiento dedicó una bonita calle.
Fuera, no obstante, de esa
modernización, algo nos empezó a irritar desde que cruzamos las vías del
cabalgante Ave. Un balcón sí y otro no; un balcón no y otro sí, junto a otro
que también, ostentaban, como el Nurenberg hitleriano de los años treinta del
pasado siglo, las banderas, las temibles banderas, las esteladas aquí, como las
svásticas allí. Y les puedo asegurar que no eran banderas entusiastas por algún
acontecimiento deportivo, no, eran banderas que irradiaban miedo y horror por
más que se refugiaran en el mantra de la libertad de los pueblos y su derecho a
elegir. El problema es que, como bien pudimos comprobar, los que no pensaban
como ellos, los que de buenas ganas habrían escogido la bandera rojigualda,
acojonados como Berenger, el protagonista de El rinoceronte de Ionesco, optan por callar antes de verse tratados
como judíos por los nazis. Allí, la minoría de las esteladas batientes, dominan
plenamente la situación y te acogen únicamente si vas a llevarles euros.
¡Qué desdicha ver hasta qué punto el
fanatismo ha hecho estragos en Cataluña en menos de veinte años! O piensas como
ellos y sacas la estelada al balcón o acabarás como los hebreos en Babilonia o
en algún sitio peor. Nos acordamos de Tuñón y su sentido de la libertad, y nos
prometimos volver en el futuro por la ruta de Jaca viendo nacer España como los
peregrinos medievales y olvidarnos de los nuevos fanatismos.
Juan Bravo Castillo. Lunes, 24
de Julio de 2017
NOTA: por favor Ana, cuidad la cursiva.
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