EL VILLARAZO
Dice Rajoy, en su discurso de final
de curso, que hay que olvidar el pasado y mirar hacia nuestro prometedor
futuro. Y se queda tan fresco. Como si con él no fuera el asunto. ¡Qué le puede
quedar, sino la memoria, al anciano jubilado que ha logrado sobrevivir al
atropello de Bankia y a tantas tropelías más o menos secundadas por el Estado!
¡Qué le puede quedar, sino la memoria, al honesto ciudadano convencido de que
es más difícil que un rico entre en la cárcel,
que un camello pase por el ojo de una aguja!
Llevamos años en que España se
asemeja al París de la Revolución francesa, donde un día sí y otro también
desfilaban desde la corte de Justicia a la actual Place de la Concorde los
condenados a la guillotina. Aquí el cortejo tampoco cede. El último hasta la
fecha ha sido, como es sabido, el máximo dirigente del fútbol español Ángel
María Villar, su hijo Gorka y su fiel escudero y tesorero Juan Padrón, dentro
de la “operación Soule” llevada a cabo brillantemente por la Unidad Central
Operativa de la Guardia Civil (UCO), encargada de limpiar el estercolero en
que, entre unos y otros, han convertido España desde principios del actual
siglo.
Se intuía que algo iba más que mal
en la Federación Española de Fútbol, con un individuo que, poniéndose el mundo
por montera, salía año tras año, elección tras elección, hasta un total de
seis, presidente de la misma. Algo inaudito en el mundo actual. Pero como ese
tufillo siempre, o casi siempre, iba envuelto en papel de celofán con cintitas
–véanse los éxitos de la selección nacional de fútbol– decíamos a modo de
consuelo aquel ça va de soi, que
decía Felipe González.
Se acabó, pues, la época dorada de
este sátrapa del deporte, sucesor de José Luis Roca en 1992; se acabó el
tejemaneje de este viejo cacique del fútbol, se acabaron las manipulaciones,
los amedrentamientos –o estás conmigo o estás contra mí– se acabó el hacer del
fútbol una merienda de negros, donde él y su hijo hacían el negocio de su vida
aprovechándose del esfuerzo de los deportistas y de la ilusión de pueblos
enteros por su equipo. Lo de Villar es el peor de los tiranicidios porque, para
colmo de males, se apoya en una ficción democrática que consiste en tener
contentos a la mitad más uno de los 130 que lo han de elegir. Él, muy listo, le
cogió el tranquillo a la cosa y a fe que acabó haciendo su casa de la Real
Federación.
Su codicia, conforme adquirió
seguridad, no tenía límites, hasta el extremo de que, no satisfecho con sus
prebendas, metió en el ajo a su hijo Gorka, abogado de derecho deportivo, que
no tardó en cogerle gusto al tarro de la manteca, impulsando, presuntamente, la
celebración de partidos entre España y otras selecciones, a cambio de
contraprestaciones en beneficio del aprendiz de brujo.
Es de desear que el juez Santiago
Pedraz, encargado del caso, tire al máximo del hilo y saque a la luz la basura
acumulada. Las sorpresas podrían ser de consideración en asunto de árbitros y
adulteraciones de toda índole. Es lo malo de perpetuarse en los cargos y no
poner límites a los mismos. Ahora, acusado de administración desleal,
apropiación indebida, corrupción entre particulares y falsedad documental,
Villar inicia el lento calvario de Mario Conde, de Díaz Ferrán, de Ignacio
González, de Granados, de Bárcenas o de los Pujol, etc., aunque siempre le
quedará el recurso de reconstruir meticulosamente su propia historia con
cuidado de no contradecirse para no llega a la dramática solución final de
Blesa.
Y, mientras tanto, felicitar a los
que, dejándose la salud y la vida, lo dan todo para sanear España. El problema
es restituir lo robado.
Lunes, 31 de julio de
2017. Juan Bravo Castillo.
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