LA VOZ DE LA CALLE



            Una de las quejas más oídas en la calle es la de que los gobernantes y políticos únicamente se acuerdan del ciudadano cuando les sube el agua al cuello: es decir, cuando llega el momento de las elecciones de cualquier índole, y después, “si te he visto no me acuerdo”; algo parecido a lo que ocurre con el hijo que acude a su madre a sacarle los veinte euros que necesita, y después, “hasta luego, Lucas”.
            Y así, no es de extrañar que sean muchos los que, posteriormente, se arrepienten de haber dado el voto, e incluso se sienten timados y hacen propósito de no caer de nuevo en la tentación, hasta que, llegado el momento, se dejan embaucar una vez más por los cantos de sirenas, las promesas y los expertos de la comunicación.
            Es evidente que la voz del pueblo no interesa, y sin embargo, es ahí, en esa voz, donde radica el justo medio, lo razonable, la pura lógica, sin los cuales los gobernantes no son a menudo sino muñecos del pin pan pun al servicio de intereses espurios que a menudo se vuelven contra ese mismo pueblo en el que reside la soberanía nacional.
            Estamos, por ejemplo, hasta más allá de los corvejones de que, para que se pongan medidas a determinadas atrocidades, haya que esperar a que se produzcan tragedias espectaculares. Un buen ejemplo lo vemos en la “sangría” de ciclistas fallecidos en las carreteras españolas, auténtica lacra en los últimos años, y que halla su culminación en el accidente ocurrido el pasado 7 de mayo en una carretera valenciana, provocado por una señora ebria y drogada. Resultado, tres hombres muertos y otros dos en estado grave; tres deportistas muertos de una manera absurda por culpa de una irresponsable, además, reincidente. Un caso de extrema gravedad, pero cuya sanción penal en modo alguno se corresponde con la gravedad del caso, hasta el punto que, como ocurre con los delitos terroristas, sale igual de caro matar a un hombre que a veinte. Ahora, por fin, siempre a posteriori, la DGT, abrumada, anuncia nuevas medidas contra los conductores reincidentes en temas de alcohol y drogas para de ese modo frenar –yo más bien diría, intentar frenar– tan lamentables dramas. ¿Para qué sirve la imaginación al gobernante? ¿Tenemos que esperar siempre los gritos y lamentos para intentar poner coto a tanto desmadre?
            El ejemplo es de hoy mismo, por más que el problema venga de lejos. Pero, basta realizar un pequeño sondeo en la calle para darse cuenta de que la gran preocupación de la gente corriente y moliente es la de la devolución del producto de los latrocinios. Ya es difícil ver cómo los ladrones de guante blanco –esos que roban para acumular, no para comer– entran en prisión, pese a la eclosión de corruptos en los últimos años, pero, lo que, y pese a las fianzas, siempre invariablemente reducidas, resulta inaudito es que a los ladrones no se les exija la inmediata restitución de lo robado (cosa que sí se intenta hacer con los cacos), como procedimiento indispensable para iniciar un proceso. De lo contrario, en la cárcel sine die. Estamos hartos de ver lo barato que en este puñetero país sale, ya no sólo robar, sino también matar. Delitos que en otros países estarían fuertemente penados, aquí, aguantando un poco y con un buen abogado, te pueden salir por casi nada. Unos años en la trulla, buena conducta, libertad provisional, y luego a disfrutar de lo que se tiene a buen recaudo en paraísos fiscales o a nombre de terceros. Una auténtica vergüenza, que hace pensar al pueblo que acaso sea el lobo el encargado de vigilar a las ovejas.
            En un mundo tan despendolado como el que vivimos, el buen gobernante es el que se adelanta a los acontecimientos en vez de ir siempre a remolque. Si no lo hace, él sabrá por qué. No será por falta de asesores.

                            Juan Bravo Castillo. Lunes 15 de mayo de 2017

             

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