LA TIERNA INDIFERENCIA DEL MUNDO




            África se hunde en su propia desdicha, infectada por el ébola, la malaria y todas las plagas imaginables derivadas de la insalubridad imperante. El martes, muy de mañana, fallecía en el complejo hospitalario Carlos III de Madrid el padre Miguel Pajares, el hombre que se atrevió a mirar al ébola de frente, uno de esos esforzados misioneros, uno más de esos héroes anónimos, encargados, ante todo, de salvar la dignidad del género humano, de esa Europa opulenta, o de esos Estados Unidos, donde con lo que gastan en caprichos unos cuantos miles de millonarios, podían sacar a flote a ese continente que todos hemos explotado, en especial Francia y Gran Bretaña, y ahora China y Rusia, encargados de esquilmar la poca riqueza que aún le queda. Un continente que incluso corre serio riesgo de perder su excepcional fauna por culpa de la locura colectiva de los cazadores multimillonarios. Un continente que jamás tuvo la suerte de gozar de un “plan Marshall” ni de nada ni nadie capaz de redimirlo. Un continente sumido en la pobreza, el horror, el miedo y los complejos. Un continente de que todos quieren salir como sea, aunque sea a costa de esperar con paciencia franciscana su oportunidad y jugársela.
            Porque qué decir del penoso espectáculo que se vivía en la dichosa valla de Melilla, justo a la hora en que el padre Pajares entregaba su alma al Creador. Decenas y decenas de subsaharianos colgados como despojos en lo alto del valladar, horas y horas al sol, desafiando al destino, mirando como perros apaleados a los guardias civiles –qué triste papel el suyo–, mientras otros cientos, casi mil, alcanzaban las playas gaditanas en lanchas hinchables, casi de juguete, aprovechando las excelentes condiciones climáticas del plenilunio, y aprovechando asimismo que Marruecos, una vez más, movido por turbios intereses, bajaba la guardia.
              Estamos, queridos amigos, ante una auténtica invasión; todo un continente desbordado que busca a la desesperada la justa compensación de quien sabe que en su tierra se ha acabado la esperanza y ve en España, ¡quién lo diría!, la tierra de promisión. ¡Con qué poco se conforma esta gente, Dios! Un espectáculo, ya digo, que, al parecer, tan sólo causa vergüenza a quienes somos incapaces de hacer nada, todo lo más de lanzar a los cuatro vientos el profundo lamento de la impotencia, en tanto que no hace mella en esos mandarines insensibles que gobiernan Europa, empeñados en mirar para otra parte, obsesionados con sus falsos números, y a quienes se le debería caer la cara de bochorno.
            Poner puertas al campo, elevar vallas de tres metros e incluso poner fosos repletos de cocodrilos de nada serviría ante el empuje de la desesperación pintada en los rostros de esos seres que hacen una victoria simplemente en pisar la tierra de España. Europa debe tomar conciencia de la magnitud del problema que en vano intentan solventar Italia y España. El problema es de todos. Hay que buscar, pues, soluciones antes de que, al final, el ébola, el hambre, la desidia, los fanáticos y los dictadores sin conciencia ni entrañas acaben con ese hermoso continente, esquilmado a cambio de unos cuantos dólares, ante la tierna indiferencia del mundo, esa indiferencia de la que hablaba Meursault, el “extranjero” o el “extraño” de aquel Camus que tanto echamos de menos y que tan precioso canto de esa tierra hacía en “Nupcias”.


                                        Juan Bravo Castillo. Domingo, 17 de agosto de 2014  

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